Nadar a
favor de la corriente es ejercicio que se encuentra al alcance de muchas
personas. Hacerlo al revés, ya no tanto. Y esa afirmación, que procede del
mundo del deporte, podemos hacerla extensiva a la literatura. Irene Jiménez lo
demostró en su libro Lugares comunes,
publicado en Páginas de Espuma.
Dentro de
los infinitos modos de elaborar cuentos, goza de especial fortuna el modelo
“cortazariano”: es decir, historias muy bien urdidas que, al final, nos
reservan una sorpresa, un giro, un mazazo que nos provoca pasmo y admiración.
En este modelo, el escritor es una especie de prestidigitador, un amable
farsante (en el mejor sentido de la palabra) que sabe desde el principio cómo
envolvernos con su trama y que diseña su estrategia con el fin de seducirnos,
maravillarnos y dejarnos con la boca (literaria) abierta.
Pero hay
otros modos cuentísticos fuera de este modelo, que goza de los aplausos
generales. E Irene Jiménez demuestra en este trabajo que sus preferencias se
orientan por ahí, para gozo de quienes opinamos que no hay una sola forma de
escribir, y que muchos son los senderos que nos pueden llevar al placer
literario. Irene, en estos Lugares
comunes, demuestra con elegancia y con excelente prosa que escribir es,
ante todo, la elección de una mirada. Ella se fija en su entorno y lo
radiografía; observa a los seres anodinos que deambulan por las calles, por las
oficinas, por las fiestas, por los dormitorios, por los bulevares; anota los
detalles de las existencias medianas o fracasadas; reflexiona sobre cosas tan
aparentemente absurdas como “la diferencia entre llamarse Elena y llamarse
Helena” (p.23); y nos da sus retratos pequeños, humildes, cotidianos,
significativos.
Tal vez
la modernidad comenzó cuando alguien supo darse cuenta de que no hace falta
regresar de Troya, darse un paseo por los círculos infernales o fundar una
dinastía gloriosa para convertirse en protagonista de una obra literaria, sino
que cualquier ser, por gris que se antoja su existencia, puede alcanzar el
mismo destino: a Leopold Bloom o a Bernardo Soares no seríamos capaces de
distinguirlo de un frutero que pasea por la ciudad en su día libre.
Hace ya
muchos años, escribió Francisco Umbral en su libro Mortal y rosa que “hay que descubrir la piedra filosofal todos los
días, y encontrarla entre las piedras grises y torpes, que son las que más
abundan”. Irene Jiménez demuestra, con este libro magnífico, que es una
auténtica maestra en esas labores de búsqueda.
1 comentario:
Es como pisar en un barbecho, el pie se hunde entre crujidos con cada paso, cosa que en mi caso es adictivo, me encanta pisar los "gasones" y sentir como se deshacen bajo mis pies; lo que ocurre es que cada vez vas más rápido y pisas con más fuerza hasta que das con una piedra, de esas duras, de esas que hacen trizas el aradom y el pie...es mi versión de la teoría de la Piedra Filosofal de Umbral...jajajaja.
Referente al libro, sabes que pocas veces me resisto a tus recomendaciones. Esta vez tampoco.
Besitos.
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