Huyendo
del horror estético de la torre Eiffel, por la que muestra un terrible desdén,
Guy de Maupassant decide emprender un viaje por diversos lugares del
Mediterráneo, para descubrir bellezas que lo conforten. El resultado editorial
es La vida errante, que Elisenda
Julibert traduce para el sello Marbot Ediciones.
Las
primeras poblaciones italianas que Maupassant describe se le antojan sucias y
malolientes, aunque otras le parecen admirables (“Una de las cosas más bonitas
que hay en el mundo es Génova vista desde el mar”, p.42) o directamente únicas,
como las bellezas constantes que descubre en Florencia (“bosque de obras de
arte”, p.57), la tétrica impresión que le produce el cementerio de los
capuchinos de Palermo, repleto de espeluznantes momias, o el éxtasis que le
produce Sicilia (“una tierra divina, pues no sólo se encuentran allí las
últimas moradas de Juno, de Júpiter, de Mercurio o de Hércules, sino también
las iglesias cristianas más notables del mundo”, p.104). En Venecia aludirá con
poco interés a sus calles (que “son ríos… ríos o más bien alcantarillas a cielo
abierto”, p.252) y a su tamaño (“no es más que un bibelot, un bibelot viejo y
encantador, pobre, arruinado, pero orgulloso”, p.253), pero donde le ha sido
dado disfrutar del arte pictórico de Tiépolo, “el mayor muralista del pasado,
del presente y del futuro” (p.255).
Menos
interés tienen, a mi juicio, las páginas que le dedica al norte de África,
donde se pierde en paisajismos anodinos, anotaciones religiosas de diletante y
lirismos construidos sobre una cierta sofocación de adjetivos.
En
resumen, un libro curioso, ameno y que nos vuelve a poner en contacto con uno
de los grandes prosistas de su tiempo.
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