Adán y
Eva se encuentran en el Paraíso; y Dios, enfadado con ellos por una trivial
desobediencia relacionada con la recolección e ingesta de frutos, que propicia
el Demonio, decide expulsar a la pareja de aquel recinto. Una vez fuera, tienen
dos hijos (Caín y Abel), tan diferentes entre sí como diferentes son sus
actividades. Hasta aquí, como bien evidente resulta, lo único que he hecho ha
sido resumir en dos pinceladas la historia mítica que abre la Biblia.
¿Y qué
hace Miguel Sierra con estos personajes y con este argumento? Pues, en
síntesis, convertirlo en materia teatral. Introduce, eso sí, algunos cambios en
el argumento y en la psicología de los personajes: convierte al Demonio en
Luci; les da un pequeño papel a un par de ángeles (Aral y Omil), que intervienen
un par de veces en la obra; hace que Caín sea el bueno y Abel el malo;
posibilita que Eva le coja el gusto a hacer el amor tanto con su marido como
con sus hijos (lo que la convierte a ojos de Luci en “la primera furcia de la
historia”) y trata de convertirla en una especie de protofeminista, al hacerle
observar que todos la explotan en el ámbito doméstico, puesto que cocina,
limpia y cuida de los tres varones.
¿Una obra
valiosa? Me parece que no. ¿Divertida al menos? No se me antoja así. ¿Una pieza
que, aprovechando un argumento conocido, le introduce dos gotitas de
trasgresión y quiere pasar por original? Por ahí creo que van los tiros.
Poco que
aplaudir, la verdad.
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