Resulta
sumamente doloroso imaginarse a Sándor Márai, con 84 años y viviendo lejos de
su patria, desengañado del mundo y observando cómo su esposa Lola (compañía
fiel durante más de seis décadas) es devorada por un cáncer. Quizá por eso el
tono general de este volumen (que traducen del húngaro Eva Cserhati y A. M.
Fuentes Gaviño para el sello Salamandra) está impregnado de tristeza, de
melancolía, de abatimiento, de desolación. La muerte es aquí contemplada con
serenidad, aunque atemorice el camino que puede conducir hasta ella (“Quietud
si pienso en la muerte. Inquietud si pienso en el morir”, p.37); la
trascendencia es puesta entre paréntesis (“Muy de mayor he llegado a no creer
en nada, aunque tampoco descarto nada”, p.46); los calendarios y las agendas se
revisten de un tono amenazante (“Soy el último de mis coetáneos, y ahora me
toca a mí”, p.171); y la vida, en fin, se convierte en un gelatinoso laberinto
gris en el que apenas se vislumbran brillos o ilusiones.
Pero el segmento
más duro se inicia cuando Lola comienza su declive físico y mental. Ella, que
lo ha supuesto todo para Sándor (“Ha sido un ser maravilloso, la mujer
completa, el compendio de todo lo humano, de las virtudes femeninas, el sentido
de mi vida, y sigue siéndolo. Si se va, ya nada tendrá sentido”), entra en la
cuesta abajo: se inician los mareos, desvanecimientos y caídas; requiere una
atención médica continua y especializada; y, en la esclavitud del deterioro,
exclama unas palabras que al escritor lo perseguirán hasta el último de sus
días: “Qué lento muero”. La crónica, tan detallada como conmovida, que Márai va
componiendo en estas hojas estremece por su hondura, por su temblor, por su
orfandad de anciano que se va quedando solo y lo sabe. Hasta que, por fin, el 4
de enero de 1986 escribe “L. ha muerto”; y luego anota el 14 de enero “Ha sido
incinerada”; y continúa el 4 de febrero “Hoy hace cuatro semanas que murió”.
Ese mes de atroz silencio, de silencio retumbante, conmueve más que todo lo
escrito antes y después. ¿Qué sintió durante esos treinta días? ¿Qué lágrimas
lo anegaron? ¿Qué acantilados se abrieron ante sus pies?
Tres años
más tarde, el 15 de enero de 1989, leemos como cierre del tomo: “Estoy
esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar
nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora”. Un mes más tarde, sin haber
escrito más en el diario, apoyó en su cabeza el arma que había adquirido meses
antes. Y apretó el gatillo.
Obra
impresionante. Quizá sólo en la senectud la entendamos del todo.
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