“Esta vez
va en serio”. Con esas cinco palabras resumió el leonés Andrés Trapiello ante
un amigo el proyecto en el que había decidido embarcarse, a punto de entrar en
la última década del siglo XX. Se trataba de Salón de pasos perdidos, un vasto diario que iría confeccionando
con todo aquello que los libros, la actualidad, el pasado, los amigos, los
paisajes, la familia y la vida en general le fuera ofreciendo jornada tras
jornada. Y le aseguró también que no tendría reparo en publicarlo “si alguien
me lo pide”. Por fortuna para los lectores, aquellas páginas le fueron pedidas
y ya son veintiuno los volúmenes que de las mismas han visto la luz en formato
de libro.
En el primer tomo, que tituló El
gato encerrado y que apareció en 1990, Trapiello nos fue dando ya algunas
de las claves que iban a nutrir sus posteriores entregas: desde paseos por el
Rastro hasta reflexiones sobre diversos artistas, desde los paisajes que rodean
su casa de Trujillo hasta las ideas que le surgen frente a la chimenea
encendida o el sonido de la carcoma en las vigas; desde su bibliofilia hasta la
adquisición azarosa de flores o metrónomos; y, para que nada falte, incluso juicios
sobre la propia labor diarística (nos explica, con fórmula ingeniosa, que “los
diarios son a la literatura lo que el yogur a la dieta: un privilegio de las
naciones bien alimentadas”).
Si nos ceñimos, por acotar un único territorio, al
mundo de la literatura, descubriremos en Andrés Trapiello a un observador
realista (“Si Cervantes viviera, el primer premio Cervantes se lo hubiera
llevado Lope de Vega. Sin dudarlo”), a un estoico inteligente (“El desdén por
la gloria es la forma suprema de la soberbia, y por tanto la mayor estupidez en
la que puede caer un escritor. La gloria es como la muerte: no debemos ni
esperarla ni temerla”), a un cronista irónico (el resumen que elabora, hacia la
mitad del libro, sobre su participación en una mesa redonda es antológico) y,
sobre todo, a un cirujano intelectual que no duda a la hora de emitir juicios
tajantes sobre personajes célebres (a Wharhol, por citar un único ejemplo, lo
tilda sin ambages de “mamarracho” en su nota necrológica).
Y no me resisto a
copiar íntegra una de las secuencias, situada en el tercio final del volumen,
llena de un sereno lirismo: “Algún día, cuando hayan pasado los años y crecido
mis hijos; cuando de nuevo esta casa recobre su silencio y los libros llenen
todas sus paredes sin que nos digan nada; cuando no quedemos en el mundo más
que tú y yo, entonces recordaremos con nostalgia este día hecho de casi nada.
Este día que olvidaremos sin duda mañana mismo, porque no fue en absoluto
extraordinario, sino parecido a un día como otro. Pero lleno de una dorada luz,
de unos niños pequeños que gritan e interrumpen, de la ilusión de meter nuevos
libros en casa, de las tareas corrientes como prepararles los baños o leerles
un cuento. Lleno de ti y de mí, que nos pensamos aún llenos de tanta vida”.
Algunas frases que he subrayado en el libro: “Hay que fiarse poco de esos que
te dicen las cosas por tu bien”. “Todo el mundo tiene de vez en cuando la
estúpida ilusión de ser comprendido”. “Basta conocer algo este mundo para darse
cuenta de que a nadie le interesa la verdad”. “El otoño tan antiguo que hay en
un trozo de carne de membrillo”. “La verdad se tiene en usufructo: se disfruta
de ella un tiempo, a veces toda la vida, y se pasa a otro”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario