domingo, 10 de marzo de 2024

El síndrome Frankenstein

 


Jorge Luis Borges, con la retranca meticulosa del que profiere una obviedad que los demás parecen no haber advertido, dictaminó hace años que el concepto de “viaje espacial” se le antojaba muy curioso, porque todo viaje es espacial. Con idéntica ironía podría haber recordado que todo viaje es también temporal, porque compromete un avance en los relojes o los calendarios. El reto narrativo que se plantea Elia Barceló en El síndrome Frankenstein (y que comenzó a fraguarse en su aplaudido y premiado volumen El efecto Frankenstein) se vertebra sobre un prodigioso conjunto de viajes, espaciales y temporales, en los que sus protagonistas se verán inmersos.

Pongámonos, aunque sea levemente, en situación. Y para eso nada más útil que colocar sobre el tablero los naipes fundamentales de esta arriesgada e irresistible partida de cartas: el monstruo al que el doctor Frankenstein le restableció la vida en el siglo XVIII, que después de haber sido bautizado como Michl, ahora es conocido como Viktor Frank, un multimillonario al que la cirugía estética ha dado nueva imagen; los condes Maximilian y Eleonora Von Kürsinger, habitantes del castillo de Hohenfels (Salzburgo), que permanecen también incólumes ante la muerte, tras haber recibido una dosis de las misteriosas gotas de Frankenstein; un extraño ser intersexual que responde a varios nombres distintos, aunque se maneja mejor con los de Erin y Mystery Stranger; una empresa farmacéutica todopoderosa que se ha empeñado en conseguir el líquido azul con el que, quienes puedan pagarlo, adquirirán la condición de inmortales; unos laboratorios avanzadísimos, donde se está ultimando un modelo de ginoide (un robot femenino) que resulta casi imposible distinguir de una persona; trampillas secretas que conducen a habitaciones selladas durante siglos; traiciones inesperadas; lealtades que superan todo tipo de pruebas; venenos que son administrados a las personas menos esperadas…

Sé que estarían ustedes encantados de que siguiera y les contara cómo se unen de forma novelesca todos esos caudales (y muchos otros, que prefiero omitir), pero lamento decepcionarles: no lo haré. ¿Cómo iba a ser tan canalla? ¿Cómo iba a arrebatarles el placer de avanzar por estas magníficas páginas de Elia Barceló y sucumbir al encanto irresistible de su talento narrativo? En modo alguno. Lo que sí les aconsejaré es que, venciendo cualquier tipo de pudor que pudieran tener ante las historias “adolescentes” (espero que no sea así), disfracen su corazón de entusiasmo juvenil y se sumerjan sin tardanza en esta historia. Van a pasar unas horas increíbles.

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