domingo, 3 de marzo de 2024

La llamada

 


Mientras estaba leyendo La llamada, de Leila Guerriero (Anagrama, 2024), me iba acordando de aquella afirmación que recuerdo haber leído (quizá me falle la memoria) en el murciano Miguel Espinosa: que a veces no se escriben novelas, sino “libros”. Es decir, tomos que no admiten con facilidad (ni la requieren) una “etiqueta” que los defina. Porque este volumen, resulta evidente para cualquiera que bucee en sus líneas, no es una novela, ni una biografía, ni un ensayo, ni un tomo político, ni un rastreo psicológico; pero, a la vez y de forma gloriosa, es todo eso y mucho más. Sus más de cuatrocientas páginas giran en torno a Silvia Labayru, una mujer real, argentina, que vivió en su juventud una experiencia traumática. Pertenecía a la organización peronista Montoneros y, a punto de terminar el año 1976, estando embarazada, sufrió un brutal secuestro por parte de militares golpistas de su país y fue retenida en la tristemente célebre ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada. Dos años después, ya liberada, comenzó la segunda parte de su tormento: tener que “justificar” que había sobrevivido, sin que nadie se creyera con derecho a tildarla de puta o de traidora. La periodista Leila Guerriero lo resume con tanta contundencia como gravedad en la página 249 del libro: “Secuestrada. Torturada. Encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa”. Con esas imágenes girando en su cabeza, Leila Guerriero se embarcó en una investigación que la ha ocupado durante muchísimo tiempo y que elaboró entrevistándose mil veces con Silvia Labayru y con todas las personas que durante décadas han formado parte de su entorno: familiares, amigos, compañeros de militancia… Ese océano de detalles, como todos los océanos, estaba lleno de agua y sal, pero también de tiburones, soledad, naufragios, lágrimas, traiciones ciertas o sentidas, ambigüedades, matices contradictorios, pliegues oscuros e incluso algún maelstrom. “¿Cómo saber cuál es la versión correcta?”, se pregunta la autora en la página 337.

En principio, se trataba de reunir y conectar todas las informaciones parciales sobre Silvia (vinieran de su boca o de la boca de quienes la han tratado durante su niñez, su juventud, su madurez); pero tras esa fatigosa recopilación había que ensayar un vínculo, un ensamblaje que vertebrara los datos (recordemos: nunca hay que confundir la realidad con los datos) y que nos ofreciera una imagen lo más rigurosa posible sobre la protagonista y su circunstancia. No una hagiografía, no una caricatura, no un juicio: un retrato, como bien reza el subtítulo de la obra. Un espacio narrativo donde todos los vectores (el fervor, la admiración, la duda, el cariño, los viajes, las suspicacias, la ternura, el rencor, las equivocaciones, las melancolías, las carcajadas, los despistes) equilibran sus fuerzas y se convierten en tinta, para vergüenza de quienes se permitieron la vileza de juzgar y condenar, para alegría de quienes recibimos este regalo prosístico de primera magnitud, que nos hace conocer, recordar y pensar.

Es muy notable también el modo en que Leila Guerriero combina cercanía y distancia en su construcción narrativa. Durante mucho tiempo compartió charlas y comidas con Silvia Labayru, compartió paseos, compartió confidencias y dudas, compartió espacios, tiempos y emociones. Pero ha logrado el gran prodigio de que el relato y el retrato esquiven las tentaciones de la parcialidad, pensando siempre en ofrecer a los lectores todos los ángulos, todos los matices, todos los enfoques, y que luego cada persona decida su postura.

Utilizando un mecanismo narrativo muy ágil, lleno de analepsis y prolepsis, de giros, de bucles, de paréntesis, donde se aventuran hipótesis y se cotejan indicios, donde inteligencia y emoción se alían, donde periodista y persona alternan sus miradas, Leila Guerriero construye un tomo absolutamente fascinante, cordial, intenso, que se erige en pieza maestra del género investigador.

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