Mientras
estaba leyendo La llamada, de Leila Guerriero (Anagrama, 2024), me iba
acordando de aquella afirmación que recuerdo haber leído (quizá me falle la
memoria) en el murciano Miguel Espinosa: que a veces no se escriben novelas,
sino “libros”. Es decir, tomos que no admiten con facilidad (ni la requieren)
una “etiqueta” que los defina. Porque este volumen, resulta evidente para
cualquiera que bucee en sus líneas, no es una novela, ni una biografía, ni un
ensayo, ni un tomo político, ni un rastreo psicológico; pero, a la vez y de
forma gloriosa, es todo eso y mucho más. Sus más de cuatrocientas páginas giran
en torno a Silvia Labayru, una mujer real, argentina, que vivió en su juventud
una experiencia traumática. Pertenecía a la organización peronista Montoneros
y, a punto de terminar el año 1976, estando embarazada, sufrió un brutal
secuestro por parte de militares golpistas de su país y fue retenida en la
tristemente célebre ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada. Dos años
después, ya liberada, comenzó la segunda parte de su tormento: tener que
“justificar” que había sobrevivido, sin que nadie se creyera con derecho a tildarla
de puta o de traidora. La periodista Leila Guerriero lo resume con tanta
contundencia como gravedad en la página 249 del libro: “Secuestrada. Torturada.
Encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin
liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa”. Con esas imágenes
girando en su cabeza, Leila Guerriero se embarcó en una investigación que la ha
ocupado durante muchísimo tiempo y que elaboró entrevistándose mil veces con
Silvia Labayru y con todas las personas que durante décadas han formado parte
de su entorno: familiares, amigos, compañeros de militancia… Ese océano de
detalles, como todos los océanos, estaba lleno de agua y sal, pero también de
tiburones, soledad, naufragios, lágrimas, traiciones ciertas o sentidas,
ambigüedades, matices contradictorios, pliegues oscuros e incluso algún
maelstrom. “¿Cómo saber cuál es la versión correcta?”, se pregunta la autora en
la página 337.
En
principio, se trataba de reunir y conectar todas las informaciones parciales
sobre Silvia (vinieran de su boca o de la boca de quienes la han tratado
durante su niñez, su juventud, su madurez); pero tras esa fatigosa recopilación
había que ensayar un vínculo, un ensamblaje que vertebrara los datos
(recordemos: nunca hay que confundir la realidad con los datos) y que nos
ofreciera una imagen lo más rigurosa posible sobre la protagonista y su
circunstancia. No una hagiografía, no una caricatura, no un juicio: un retrato,
como bien reza el subtítulo de la obra. Un espacio narrativo donde todos los
vectores (el fervor, la admiración, la duda, el cariño, los viajes, las
suspicacias, la ternura, el rencor, las equivocaciones, las melancolías, las
carcajadas, los despistes) equilibran sus fuerzas y se convierten en tinta,
para vergüenza de quienes se permitieron la vileza de juzgar y condenar, para
alegría de quienes recibimos este regalo prosístico de primera magnitud, que
nos hace conocer, recordar y pensar.
Es muy notable también el modo en que Leila Guerriero combina cercanía y distancia en su construcción narrativa. Durante mucho tiempo compartió charlas y comidas con Silvia Labayru, compartió paseos, compartió confidencias y dudas, compartió espacios, tiempos y emociones. Pero ha logrado el gran prodigio de que el relato y el retrato esquiven las tentaciones de la parcialidad, pensando siempre en ofrecer a los lectores todos los ángulos, todos los matices, todos los enfoques, y que luego cada persona decida su postura.
Utilizando un mecanismo narrativo muy ágil, lleno de analepsis y prolepsis, de giros, de bucles, de paréntesis, donde se aventuran hipótesis y se cotejan indicios, donde inteligencia y emoción se alían, donde periodista y persona alternan sus miradas, Leila Guerriero construye un tomo absolutamente fascinante, cordial, intenso, que se erige en pieza maestra del género investigador.
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