A
principios del año 2015 leí, con auténtico interés y con auténtica ilusión, el
libro El manuscrito de piedra, de Luis García Jambrina, atraído por la
circunstancia de que se tratase de una novela policial en la que el pesquisidor
era ni más ni menos que el bachiller Fernando de Rojas, futuro autor de La
Celestina. Luego, acabada la experiencia, descubrí que la novela, en mi
opinión, no terminaba de conjugar bien la narración y la documentación. Es
decir, que el autor zamorano no había encontrado una fórmula equilibrada y
convincente en la cual los numerosos datos históricos, artísticos, etc,
quedasen imbricados en la novela de un modo “creíble”, utilizando (por ejemplo)
una voz narrativa omnisciente que nos los suministrara, en lugar de dejar que
fueran los mismos personajes quienes, de un modo forzadísimo, nos dieran cuenta
de ellos. “Esta iglesia, que se construyó en el año… mientras era obispo…, el
cual procedía de…”. Chirriante.
Pese
a todo, he acudido ahora a El manuscrito de nieve, para ver si el
formato variaba o si García Jambrina mantenía el procedimiento. La intriga
novelesca se articula en esta nueva narración sobre las sucesivas muertes de
estudiantes y religiosos a quienes se amputa un elemento relacionado con los
sentidos corporales (manos, orejas, nariz, etc). Hasta ahí, un arranque
argumental casi cinematográfico, que puede seducir con eficacia a los lectores.
El problema es que se nos continúa lanzando un altísimo número de informaciones
históricas a través de los diálogos de los personajes: la vida de
la erudita Beatriz Galindo (páginas 108-110); los pormenores de los bandos
políticos salmantinos en el siglo XV (páginas 132-135); las circunstancias
biográficas de fray Juan de Sahagún (páginas 164-166); los apodos de las
órdenes clericales en la ciudad del Tormes (página 207)… Dada la profusión de
estos episodios, el lector tiene la sensación de ir avanzando por la historia
con las piernas hundidas en el barro hasta la altura de la rodilla, lo que
vuelve lento y enojoso el caminar. ¿Eso supone que haya que renunciar a los
datos? En modo alguno. Umberto Eco, Marguerite Yourcenar, Robert Graves o Arturo
Pérez-Reverte lo introducen en abundancia. Se trataría solamente de adecuarlos
a un formato que resulte menos estridente para la persona que visita las
páginas. Utilicemos un ejemplo para ilustrarlo: que dos personajes de una
novela paseen por la puerta del museo del Prado y que uno de ellos le cuente al
otro el apellido del arquitecto que lo diseñó o el mes y año del inicio de las
obras se nos antojarían inaceptables pedanterías, que estorban en la narración,
porque apenas pueden ser justificadas. ¿O no les parece? Cuando no hay poda
suele haber sofoco. Así lo pienso.
Aparte de los manuscritos de piedra y de nieve me quedarían por visitar los de fuego, aire, barro y niebla. Muchos manuscritos me parecen.
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