Todos
hemos conocido, alguna vez, la soledad de los hospitales. Esas horas vacías,
silenciosas, inquietantes, que parecen no acabarse nunca. Ese sonido
burbujeante de respiradores y goteros. Esa luz roja de submarino que corona por
dentro de noche la puerta de la habitación. Ese trasiego aséptico de fantasmas
blancos que traen o llevan, en horas imposibles, todo tipo de bolsas, bandejas,
pastillas.
La
protagonista de Desde el mirador, de Clara Sánchez, se ha visto de
pronto sometida a varias soledades, a varias zozobras, a varios puntos de
inflexión: su marido, Mario, es una presencia que huye, que se aleja, que se ha
entregado al mundo (quizá también a otra mujer); su hija adolescente empieza a
dibujar su propia vida; su padre es un hombre de setenta años que ha
descubierto de pronto el talud de la edad; y su madre, por sorpresa, ha sufrido
un infarto cerebral que la recluye durante semanas en un centro sanitario,
afásica y desconectada del exterior. Golpeada por este granizo de infortunios,
la narradora experimenta la necesidad de encontrarse a sí misma, saber quién es
y hacia dónde va. Por un lado, tiene el recuerdo de Cati (antigua compañera de
trabajo de la que la vida la distanció); por otro, a Gamboa (un lánguido
oficinista no muy hablador con el que cruza algunas frases diariamente).
Además, ha comenzado a recurrir a dos terapias complementarias: la visita a un
psiquiatra (quien le prescribe unas grageas para regularizar su ánimo) y la
soledad de un mirador hospitalario (desde el que contempla en silencio el
paisaje). Con todos esos ingredientes (y sobre todo con su reflexión continua,
con sus recuerdos), la mujer deberá buscar un orden, un sentido al que
aferrarse para seguir avanzando.
Es
curiosa la forma en que, mientras leía esta novela, pensaba en una cuerda
larga, firme y llena de nudos. La cuerda sería el hilo narrativo; y los nudos
representarían las pausas reflexivas, en las que Clara Sánchez, a través de su
protagonista, nos invita a reflexionar sobre la memoria, sobre la infancia,
sobre el dolor, sobre los quebrantos del ánimo, sobre las erosiones que nos
infligen los calendarios y sobre la esperanza, entregándonos frases como esta:
“La enfermedad enseña nuestra vulnerabilidad, la exhibe. Publica lo que de
verdad somos, unos animales más”. O como esta: “Nunca se puede juzgar porque
nunca se sabe la verdad. Lo que se siente y se piensa íntimamente es una
incógnita”. O como esta otra: “No sé qué hacer con las cosas que no hago”.
Una narración triste, dura y magnífica.
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