Después
de haber leído su nombre en alguna historia minuciosa de la literatura
hispanoamericana y de haber visto cómo lo citaban autores más célebres que él (Borges),
decido adentrarme en una obra de Enrique Larreta, que se titula La naranja,
y que he disfrutado en una edición antigua (el ejemplar estaba intonso: también
he disfrutado cortándolo) de la editorial Espasa-Calpe. En sus páginas, el
escritor argentino se adentra en interesantes reflexiones sobre la vejez (“Si
no mediara la idea de lo poco que falta para llegar al final, […] la vejez, una
vejez sin achaques, se entiende, sería la verdadera edad feliz, lo mejor de la
existencia”), sobre el gozo de existir (“Demos francamente las gracias. Con
todo, vivir es vivir”), sobre la esencia última del ser humano (“¿Será el
hombre una casualidad zoológica, un acaso de la Naturaleza, un mero cuadrúmano
evolucionado, con prodigiosa sensibilidad cerebral, o el objeto supremo de
Dios, como lo considera la Escritura?”), sobre la luz que debe guiar a la
persona que acomete la tarea de coger la pluma (“Escribe como si todos tus
lectores fueran hombres de genio”), sobre la verbosidad (“La excesiva riqueza
de vocabulario suele encubrir pobreza de pensamiento. Alarde de joyas en el
pecho de la escuálida”), sobre los enigmas de nuestro destino (“Nadie puede
saber nunca cuándo aprovecha su tiempo y cuándo lo desperdicia”), sobre los
viajes (“El hombre inteligente viaja para después; para enriquecer su vida en
los días sedentarios, que son los más numerosos; para formar ese álbum interior
cuyas páginas mueve luego el capricho de un delicioso viento que nadie puede
explicar”), sobre el ejercicio de la crítica literaria (“Ciertos críticos:
perros que orinan en la reja del monumento”), sobre el Martín Fierro o sobre
El Quijote, obras a las que dedica páginas lúcidas y fervorosas.
En suma, un volumen variado, lleno de reflexiones inteligentes y que se sigue leyendo con facilidad y provecho.
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