Leo,
de forma pausada y conmovida, el volumen ensayístico Cuatro poetas en guerra,
donde Ian Gibson se aproxima a escritores emblemáticos como Antonio Machado,
Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Miguel Hernández, en el contexto de
la guerra civil española de 1936. ¿Qué ocurrió con ellos, antes y después? ¿Qué
anécdotas tenemos perfectamente documentadas y cuáles pertenecen más bien al
ámbito de la suposición? El trabajo de Gibson, ocioso me parece adjetivarlo, es
admirable, ecuánime, convincente.
Este
viaje por la memoria y la tristeza se inicia con Antonio Machado, el poeta que
terminaría muriendo en Colliure, derrotado, abatido y dejando a su espalda un
país en el que continuaban la muerte, la destrucción y la saña. E ignorando las
circunstancias en que se encontraba su último amor, Pilar de Valderrama, una
mujer casada, “muy católica y de derechas” (p.47), de la que había tenido que
separarse por la guerra, la cual seguía “embistiendo testaruda y bestial, una
guerra sin sombra de espiritualidad, hecha de maldad y rencor, con sus ciegas
máquinas destructoras vomitando la muerte de un modo frío y sistemático”
(p.57). Ni siquiera le quedaba el tibio consuelo de conservar las cartas de su
amada Guiomar, porque seguramente las perdió durante el agónico traslado
(“Sobre su paradero nunca se ha averiguado nada”, p.64).
Después
se adentra en la figura de JRJ, de quien se suele hablar menos en este tipo de
libros, porque se le contempla como un ser “apolítico” y alejado de los
estruendos de la contienda. Nada menos exacto: Juan Ramón firmó numerosos
manifiestos, se adhirió a actos republicanos y redactó páginas cristalinas
sobre su compromiso democrático, que no siempre han merecido la difusión de la
que otros gozaron. Recomiendo de forma especial acercarse a este capítulo 2,
por su interés a la hora de completar la figura de uno de los intelectuales más
densos y elevados de nuestra literatura.
En
el siguiente peldaño, Federico García Lorca. Todas las noticias que aporta y
ordena Gibson en este capítulo estaban, prácticamente iguales, en sus libros
anteriores; pero sigue siendo sobrecogedor volver a pasear los ojos por ellas,
para despejar dudas, aclarar responsabilidades, arrebatar máscaras y señalar
sin miedo ni medias tintas a víctimas y verdugos. Si existe una vida después de
la muerte, me gustaría asistir (humildemente, desde el patio de butacas) al
abrazo entre Gibson y García Lorca, conmovidos los dos.
Y, por fin, Miguel Hernández, el veinteañero que venía de Orihuela y para el que unos meses de estancia en Madrid resultaron suficientes de cara a que “se inflara como un aerostato su ambición de ser poeta de alto renombre” (p.229). Allí se unió sentimentalmente a la pintora Maruja Mallo y se alejó de Josefina Manresa, su novia del pueblo. Sufrió la muerte de su primer hijo (diez meses) en plena guerra civil. Padeció la indignidad de que su antiguo amigo el canónigo Luis Almarcha (futuro obispo de León) no moviese un dedo para salvarlo de la muerte. Y la escena de su boda, mientras agoniza arrojando pus, es espeluznante.
Con Ian Gibson, volveré a insistir, España tiene una deuda impagable, porque nos ha iluminado y enriquecido con sus investigaciones. ¿Leer estas páginas que hoy comento hace daño? Claro que sí. Mucho daño. Pero el motivo para hacerlo, ahora y siempre, es clarísimo: el olvido supondría demasiada consideración (cuando no una abierta complicidad) con la más fuerte e injusta de las partes. Y por ahí no podemos pasar. El olvido, en estos casos, no es una opción.
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