Resulta sencillo admirar
la pintura de los hiperrealistas, como Antonio López, Helena Hugo, Slava
Groshev o Marta Penter, porque el impacto visual de sus lienzos es instantáneo:
nos llegan, nos asombran y provocan nuestro aplauso. Han conseguido geminar con
formas y colores una imagen que alcanza el rango de fotográfica, y esa
diabólica habilidad nos embriaga. Pero conviene recordar que existen
otros modos creativos que también hablan (que tan bien hablan)
de sus autores. Por ejemplo, la seducción visual que puede generarse trazando
pinceladas sueltas y dejando que las retinas de quienes contemplan el cuadro
construyan con ellas la imagen final. En el mundo de la literatura acabo de
volver a constatar esta técnica en el libro 660 mujeres, de Cristina
Cerrada. La escritora madrileña no construye aquí cuentos rectilíneos, nítidos
y cerrados, sino orbes nebulosos, mosaicos de perfiles evanescentes en los
cuales la persona que está leyendo tiene que intervenir, concentrar la atención
al máximo, rellenar las zonas oscuras. Los personajes de “Que vuelva el
poderoso nadador”, “El baño de Betsabé”, “El niño” o “Anatomía de Caín”
devienen seres complejos, que la autora pone ante nuestros ojos para que
tratemos de penetrar en sus recovecos y seamos capaces de entenderlos (o, al
menos, de concebir una hipótesis razonablemente sólida sobre sus sentimientos,
metas y motivaciones).
El reto, desde luego, presenta su dificultad, sobre todo si quien está leyendo es una persona acostumbrada a narraciones más queratinosas que gelatinosas: es decir, más sólidas y definidas. Pero creo que Cristina Cerrada lo resuelve de un modo espléndido, consiguiendo quince historias que te reclaman, te interpelan, te requieren. Memorable.
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