No
recuerdo a qué edad leí esta obra de Rabindranaz Tagore. Sí, recuerdo, en
cambio, que me emocionó. La edición (aún me parece estar viéndola) era de
Losada; y la traducción, de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. Ahora, a
cuarenta años de distancia, vuelvo a sus páginas, traducidas por Mauro Armiño y
editadas por Edaf. Y sigue la emoción.
Madhav
nos explica que jamás quiso tener un hijo, porque soñaba con dedicar su
esfuerzo a amontonar dinero; pero ahora, de la forma más simple del mundo (su
esposa lo ha suplicado), ha decidido adoptar uno. Desgraciadamente, el niño,
que se llama Amal, está enfermo. El médico (un torpe pedante con menos luces
que una bodega) se empeña en que el chiquillo permanezca recluido en el hogar,
con las ventanas bien cerradas y alejado del infecto aire puro y la luz del
sol. Y Amal languidece, porque su sueño es viajar, moverse, charlar con cuantas
personas se crucen en su camino, disfrutar de la naturaleza y, si es posible
(cima de la delicia, como hubiera dicho el vallisoletano don Jorge), recibir
una carta del rey.
Con una ternura conmovedora, Rabindranaz Tagore nos va acercando a la inocencia natural del niño, a su desvalimiento, a su candor insobornable, a su pura alegría contagiosa (que inunda a todos los personajes de su entorno), y nos pone el corazón en un puño cuando, en los instantes finales, anunciada por parte de un heraldo la visita del rey, el niño cierra sus ojos de fatiga y descubrimos que seguramente no los volverá a abrir. Cuánto es capaz de emocionar este escritor hindú, del que leí en mi adolescencia seis o siete obras. Voy a intentar retomar su figura, porque este primer reencuentro ha sido, créanme, plenamente feliz.
1 comentario:
Yo también descubrí a Rabindranath Tagore hace una pila de años. Me emocionó la primera vez y cada vez que he vuelto a él lo ha vuelto a conseguir. En una feria de viejo compré no hace mucho (sí hace mucho, lo acabo de comprobar y lo hice ¡en 1999!) "Gitanjali", un breve librito del hindú (hoy ya, querido amigo, pocos decimos hindú, los más jóvenes los despachan con el gentilicio 'indio'; para mí y quizás también para ti, los indios eran los pieles rojas (ja, ja...). El librito de Tagore lo traduce Zenobia Camprubí, que maneja el idioma español con una poeticidad y dulzura increíbles. Se trata de breves secuencias en las que el escritor reflexiona sobre cuestiones profundas: el tiempo, Dios, el amor, la extinción... Todo relatado con una belleza lingüística incomparable. No sé si hoy los jóvenes lectores aguantarían tanta morosidad y deleite en la belleza. No lo sé.
El volumen en el que va esta breve obra se completa con otras dos más extensas: una del premio Nobel Knut Hamsun, desgraciadamante apartado hoy (cancelado, se dice ahora) por sus flirteos en vida con el nazismo y el que más he leído en ocasiones, pero nunca por completo, La risa de Henri Bergson, una especie de ensayo fenomenológico como corresponde a su autor.
Un abrazo
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