domingo, 5 de noviembre de 2023

Anne-Marie la Bella

 


Se llama Anne-Marie Mille y es hija de una lavandera del Hôtel du Quai, pero desde joven ha soñado con hacerse famosa en el mundo teatral con el nombre de “Anne-Marie la Bella”. Su ilusión era convertirse en una actriz reconocida y aplaudida, aunque la entrevista que está concediendo en su vejez (y que Yasmina Reza nos sirve en forma novelesca, para que la leamos en la traducción de Rubén Martín Giráldez) nos permite deducir que nunca ha obtenido un éxito demasiado clamoroso. Ha tenido un esposo gris (“Yo me aburría con mi marido, pero ya se sabe, el aburrimiento forma parte del amor”), ha tenido un hijo (que ya cumplió cuarenta y dos años, comienza a quedarse calvo y la trata con más reproches que ternura); ha tenido que implantarse una prótesis de titanio en la rodilla; y, ahora, cuando se hacen evidentes “la piel colgona de los brazos, la sordera, la espalda, el desbarajuste intestinal, los remiendos de la piel, los músculos, los tintes, todos los desórdenes en masa que te dejan suavemente en manos de la muerte” (p.55), glosa su vida ante los oídos atentos de la mujer que ha venido a formularle unas preguntas.

En ese monólogo adquiere dimensiones especialmente relevantes la figura de Giselle Fayolle, quien sí alcanzó mayor fama y que acaba de morir. Anne-Marie la conoció en sus inicios, cuando su belleza y su languidez corporal impresionaban al público. ¿Fueron amigas? ¿Fueron rivales? Ambas cosas, por lo que podemos deducir de estas páginas, tan breves como cargadas de intensidad. Las notas de admiración por parte de Anne-Marie está siempre impregnadas por ese perfume acre que deja la frustración, el inevitable cotejo de las trayectorias disímiles. De ahí que, frente a las loas sobre el glamour de Giselle, Anne-Marie no olvide añadir que su funeral lo ha oficiado un cura congoleño, que la hija ha acudido al mismo con una horrible falda-pantalón de pana y que pudo ver en el camposanto las tumbas de otros actores, tan pobres como discretas. “Yo he tenido una vida feliz”, pregona en la página 10. “He tenido una vida feliz”, reitera con una terquedad quizá sospechosa en la página 30. Pero su vivienda carece de lujos, su marido murió, el hijo no cesa de lanzarle recriminaciones, la estafan en las reparaciones del hogar y, por si todo eso se antojara baladí, sufre con la idea de que sus distracciones y manías escondan un futuro aciago (“Teniendo en cuenta que mi madre estaba medio loca, me pregunto si yo no voy por el mismo camino”).

Inevitable pensar en esas viejas películas de viejas actrices amargadas (a las que casi siempre ponemos el rostro de Bette Davis).

Inevitable, también, aplaudir la fuerza narrativa de Yasmina Reza.

Una historia tan intensa como sugerente.

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