Se
llama Anne-Marie Mille y es hija de una lavandera del Hôtel du Quai, pero desde
joven ha soñado con hacerse famosa en el mundo teatral con el nombre de “Anne-Marie
la Bella”. Su ilusión era convertirse en una actriz reconocida y aplaudida,
aunque la entrevista que está concediendo en su vejez (y que Yasmina Reza nos
sirve en forma novelesca, para que la leamos en la traducción de Rubén Martín
Giráldez) nos permite deducir que nunca ha obtenido un éxito demasiado
clamoroso. Ha tenido un esposo gris (“Yo me aburría con mi marido, pero ya se
sabe, el aburrimiento forma parte del amor”), ha tenido un hijo (que ya cumplió
cuarenta y dos años, comienza a quedarse calvo y la trata con más reproches que
ternura); ha tenido que implantarse una prótesis de titanio en la rodilla; y,
ahora, cuando se hacen evidentes “la piel colgona de los brazos, la sordera, la
espalda, el desbarajuste intestinal, los remiendos de la piel, los músculos,
los tintes, todos los desórdenes en masa que te dejan suavemente en manos de la
muerte” (p.55), glosa su vida ante los oídos atentos de la mujer que ha venido
a formularle unas preguntas.
En
ese monólogo adquiere dimensiones especialmente relevantes la figura de Giselle
Fayolle, quien sí alcanzó mayor fama y que acaba de morir. Anne-Marie la
conoció en sus inicios, cuando su belleza y su languidez corporal impresionaban
al público. ¿Fueron amigas? ¿Fueron rivales? Ambas cosas, por lo que podemos
deducir de estas páginas, tan breves como cargadas de intensidad. Las notas de
admiración por parte de Anne-Marie está siempre impregnadas por ese perfume
acre que deja la frustración, el inevitable cotejo de las trayectorias
disímiles. De ahí que, frente a las loas sobre el glamour de Giselle,
Anne-Marie no olvide añadir que su funeral lo ha oficiado un cura congoleño,
que la hija ha acudido al mismo con una horrible falda-pantalón de pana y que
pudo ver en el camposanto las tumbas de otros actores, tan pobres como
discretas. “Yo he tenido una vida feliz”, pregona en la página 10. “He tenido
una vida feliz”, reitera con una terquedad quizá sospechosa en la página 30.
Pero su vivienda carece de lujos, su marido murió, el hijo no cesa de lanzarle
recriminaciones, la estafan en las reparaciones del hogar y, por si todo eso se
antojara baladí, sufre con la idea de que sus distracciones y manías escondan
un futuro aciago (“Teniendo en cuenta que mi madre estaba medio loca, me pregunto
si yo no voy por el mismo camino”).
Inevitable
pensar en esas viejas películas de viejas actrices amargadas (a las que casi
siempre ponemos el rostro de Bette Davis).
Inevitable,
también, aplaudir la fuerza narrativa de Yasmina Reza.
Una historia tan intensa como sugerente.
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