Leo
la pieza teatral Celia en los infiernos, de Benito Pérez Galdós, que nos
cuenta la particular situación de una joven millonaria que, nada más acceder a
la mayoría de edad, descubre que el sirviente al que ama (Germán) está en
realidad unido sentimentalmente a otra sirvienta (Ester). Airada y dominada por
la decepción, los expulsa de su casa. Pero unos meses después, recapacitando
sobre su intransigencia, decide salir a buscarlos, consciente de que los ha
arrojado a la pobreza más absoluta: quiere enmendar su yerro. Hasta ahí, todo
bien. El problema sobreviene precisamente desde ese punto, porque el escritor
canario, lejos de construir un drama creíble, carga demasiado las tintas en los
lugares equivocados, convirtiendo a la “bienhechora social” en una figura
esperpéntica llena de altanería y paternalismo y a los sirvientes expulsados en
angelicales criaturas bondadosas, que todo lo perdonan y agradecen con humildad
servil. Sirva un único ejemplo: cuando Celia (disfrazada de pobre) consigue
llegar hasta Ester, ella la invita a comer de su cocido. Lejos de limitarse a
dar las gracias, la señora marquesa pronuncia estas palabras: “Sí, muy a gusto
me pongo a tu nivel. He bajado al infierno para ver de cerca las estrecheces de
las clases inferiores. Soy en este momento una obrera humilde como tú”. Reléase
el párrafo para comprender su clasismo nauseabundo (me pongo a tu nivel),
para advertir su mirada maniquea (he bajado el infierno), para
estremecerse con su pensamiento social (las clases inferiores) y para,
en fin, abominar de su paternalismo displicente (soy en este momento una
obrera humilde como tú). Es imposible que Galdós juzgase esas tres líneas
como una muestra de bondad interior o de sinceridad cristiana. Pero es que
tanto Germán como Ester, agradecidos por su bondadoso gesto, besan su mano
mientras el resto de obreras de la fábrica lanzan el grito de “Viva la
marquesa”… Leoncio, agitador social, le recuerda entonces a la joven Celia que
no es la caridad, sino la justicia, la que resuelve los problemas de los
pobres. Y ella decide adquirir la fábrica donde trabajan y establecer unos
sueldos justos, vertebrar un sistema de pensiones para quienes se jubilen, etc.
La gazmoñería con música de violines (que parece un final de comedia de Lope de
Vega) es evidente. La virtuosa dama establece una única condición: que todos
los obreros que estén enamorados y vivan en pareja se casen formalmente. No
especifica (quizá sea un lapsus) si tienen que ir a misa los domingos, asistir
a la procesión del Corpus y dar vivas al rey.
Una obra fallida, donde el “redentorismo” se tiñe de santurronería y melindres, bordeando peligrosamente los acantilados de la caricatura.
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