Emociona
(es decir, agolpa una burbuja de llanto en la garganta) la forma en que Miguel
Hernández, cuando era un joven de 26 años y publica estas pequeñas piezas
teatrales, comparte con nosotros su fervor por una escritura dramática que
refleje el sentir del pueblo y que se rebele contra “aquellos espectáculos que
no sirven para otra cosa que para mover la lujuria, dormir el entendimiento y
tapiar el corazón reluciente de los españoles” (o dicho de otro modo: contra el
teatro concebido como una simple distracción burguesa). En esa línea se
inscriben las cuatro pequeñas obras que publicó la editorial Nuestro Pueblo y
que Pictografía reprodujo en 2009 en formato facsimilar.
En
La cola, una madre muestra su indignación contra las muchachas que
pelean por un puesto para comprar, mientras sus maridos siguen sin acudir a la
lucha, como están haciendo todos los hombres de bien del momento. “No sois
dignas de vivir estos momentos gloriosos de España”, les escupe con amargura. Y
añade: “No merecéis pisar la tierra en que ha caído la sangre de los hijos de
tantas madres”. Porque lo ideal sería “que todos participemos en la salvación
de España. Que a todos nos duela y nos sangre en el pecho el corazón de
Madrid”.
En
El hombrecito nos estremecemos con el chico de quince años que abandona
a su madre para combatir al frente, sintiendo que todos los brazos son pocos
para enfrentarse a los enemigos. Cuando ella intenta disuadirlo (no lo quiere
ver muerto), él la tilda de facciosa. Y como cierre del texto, la voz del poeta
anima a todas las madres a que dejen libres a sus hijos para emprender la misma
ruta.
En
El refugiado charlan dos republicanos: el mayor (setenta años) insiste
en la idea de que le repugnan los traidores y cobardes, a los cuales “habrá que
fusilar en su día”, porque ya va siendo hora de que “los pueblos sean los
únicos jueces”. El más joven pretende ayudarlo con unas monedas, que el viejo
rechaza con orgullo, pero el otro le replica que no lo hace por caridad sino
por justicia (“Quien da lo que le sobra es tan perro como quien acepta las
sobras de quien se las da”).
Y
en Los sentados nos encontramos con la voz airada de un soldado, que
juzga seres “desesperantemente pacíficos” a quienes permanecen sentados charlando
de banalidades, mientras los demás empuñan fusiles en las trincheras y vierten
su sangre para defender España. Al final, convencidos, los tres indiferentes
salen hacia el combate.
Habrá quien considere que se trata de cuatro piezas mediocres (las situaciones son forzadas, los diálogos son esquemáticos, el espíritu es panfletario), pero quizá resulte más justo dictaminar que son cuatro piezas “mediocradas” (admítaseme el neologismo). Es decir, un póker de escenas que las circunstancias históricas convirtieron en textos publicitarios, en armas ideológicas, en vehículos rápidos de consignas y adrenalina espiritual. Miguel Hernández (él, el primero) habría preferido no tener que escribirlas. Juzguémoslas desde esa mirada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario