Mi
abuela Esperanza utilizaba la expresión “el sitio de Zaragoza” para referirse a
una situación complicada o agobiante; y mi abuela Juana se empeñó en que mi
madre hiciera la primera comunión en esa ciudad, por una promesa que le hizo a
la Virgen del Pilar durante la guerra civil de 1936. ¿Con qué mejor bagaje
podía adentrarme en las páginas espléndidas de la novela Zaragoza, de
Benito Pérez Galdós, que constituye el sexto tomo de sus Episodios Nacionales?
En
ellas vuelvo a encontrarme con mi viejo amigo Gabriel de Araceli, que llega a
la ciudad cercada por las tropas francesas y se suma a la resistencia contra
ellas. No se muestra dichoso por tener que seguir peleando, porque la guerra se
le antoja un acontecimiento espantoso, que altera el espíritu de los seres
humanos (“De este modo celebra el feroz soldado la muerte de sus semejantes, y
el que siente instintiva compasión al matar un conejo en una cacería, salta de
júbilo viendo caer centenares de hombres robustos, jóvenes y alegres que,
después de todo, no han hecho mal a nadie”, cap.VI); pero se apresta a hacerlo
con una clara conciencia de cuál es su deber patriótico. Ese caos de trincheras,
bombardeos y escaramuzas no impide que, en los momentos de sosiego y como
eficaz contraste, se escuchen también “los compases de la incomparable, de la
divina, de la inmortal jota” (cap.IX), que a todos sirve como música de unidad.
Igual que el heroísmo inaudito de tantos seres anónimos (incluidas vigorosas
mujeres como Manuela Sancho) contrasta con la cerril y obtusa insolidaridad de
individuos como el tío Candiola, un usurero mezquino que no se aviene a la
alimentación de quienes luchan contra los invasores. Benito Pérez Galdós,
galvánico pintor de la contienda, nos regala en el capítulo X un párrafo de
inolvidable belleza, que a mí me parece un excelente retrato-resumen de este
emocionado homenaje al pueblo de Zaragoza: “¡A la calle todo el mundo! No haya
gente cobarde ni ociosa en la ciudad. Los hombres a la muralla, las mujeres a
los hospitales de sangre, los chiquillos y los frailes a llevar municiones. No
se haga caso de esas terribles masas inflamadas que agujerean los techos,
penetran en las habitaciones, abren las puertas, horadan los pisos, bajan al
sótano, y al reventar desparraman las llamas del infierno en el hogar
tranquilo, sorprendiendo con la muerte al anciano inválido en su lecho y al
niño en su cuna. Nada de esto importa. A la calle todo el mundo, y con tal que
se salve el honor, perezca la ciudad, y la casa, y la iglesia, y el convento, y
el hospital, y la hacienda, que son cosas terrenas. Los zaragozanos,
despreciando los bienes materiales como desprecian la vida, viven con el
espíritu en los infinitos espacios de lo ideal”.
Dominador
excelso de la técnica novelística, Galdós nos ofrece en cada capítulo un motivo
diferente por el que admirarlo: este adjetivo majestuoso, este ritmo de la
frase, esta descripción, este ángulo de la mirada… Después de tantos disparos,
bombardeos, efusiones de sangre, amputaciones, muertes heroicas, barricadas,
pilas de cadáveres, restos humeantes, iglesias destrozadas y cristales que
estallan, don Benito nos dice en el capítulo XXIX, por boca de uno de sus
personajes: “Aquello no era vivir en nuestro pacífico y callado planeta; era
tener por morada las regiones del rayo”. Dios bendito. “Las regiones del rayo”.
¿Se puede concebir una fórmula más conmovedora y más brillante desde el punto
de vista literario? No he podido sustraerme durante la lectura de esta novela
(sobre todo en su tramo final) a la sensación de que Galdós está verdaderamente
emocionado cuando detalla los mil horrores que ha tenido que sufrir Zaragoza,
“la ciudad de la desolación, digna de que la llorara Jeremías y de que la
cantase Homero” (cap.XXXI).
Insisto: un gigante de las letras. Cada libro suyo es un regalo para mí.
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