Cuando
terminé el primer volumen de los Diarios de Rafael Chirbes, llegué a
plantearme la posibilidad de no leer el siguiente tomo. No me movía, desde
luego, el desinterés o la decepción: mis días de submarinismo por la primera
entrega (“A ratos perdidos 1 y 2”) me depararon muchas gratificaciones estéticas
y no pocos aprendizajes literarios. Se trataba de otra cosa. Era más bien una
especie de rara vergüenza inexplicable, porque había sido testigo de cómo el
narrador valenciano se desnudaba por dentro y por fuera, sin apenas filtros, y
eso me había producido (por qué no confesarlo) incomodidad. Pero cuando se
anunció la salida de la segunda parte descubrí que mi pudor se había adormecido
y que seguían interesándome sus opiniones literarias, sus análisis psicológicos
e incluso sus confesiones íntimas (la decadencia de la edad, la amnesia, las
amistades rotas). Las sexuales, no tanto. Ni me interesaron en la primera
entrega ni en la segunda: es un reducto en el que considero que ni yo ni nadie
tenemos por qué entrar, ni siquiera siendo invitados.
En
las generosas setecientas páginas del libro hay tres bloques temáticos que, por
su condición recurrente, se fijan en la memoria del lector. El primero de ellos
son los viajes que emprende (o se resigna a asumir, por motivos profesionales)
el autor. Así, lo encontramos en Marsella, en Berlín o en Nueva York, ciudades
que va describiendo con los ojos de la inteligencia y jamás con la mirada
superficial del turista: sus heridas, sus fases de construcción, sus
habitantes, su idiosincrasia, su sociología. Rafael Chirbes es un viajero que
sabe observar, no solamente mirar (es curiosa la forma en que él mismo ironiza
con esa virtud, explicando que “si para algo sirven estos cuadernos es para
demostrar que Chirbes no tuvo el don de la prosa, y muy ajustado el de la
observación”, p.437); y nos deja la impresión de que sus pupilas son tan
afiladas como su lengua. El segundo bloque se centraría en sus abundantes y
variadas lecturas, que cubren un arco temático y cronológico amplísimo, que va desde
La Celestina (muy recomendables sus anotaciones sobre el libro) hasta Jonathan
Littell (quien acababa de obtener el premio Goncourt por Las benévolas,
que nuestro diarista lee en francés); desde Cicerón (al que acude
constantemente desde su juventud) hasta Álvaro Pombo (al que define en la
página 674 como “el mejor narrador contemporáneo”); desde Rimbaud (“Me parece
un jovencito petulante, convencido de que va a escandalizar a su lector, como
escandalizaba a su madre. Dice palabrotas, blasfema, habla de placeres
(que uno ni siquiera tiene muy claro que conozca). Todo eso nos seducía a los
dieciocho años, pero hoy, al menos a mí, me parece cartón piedra”, p.143) hasta
Michel Houellebecq (“acaba aburriéndome el último libro”, p.194). Chirbes devora
páginas y reflexiona siempre sobre ellas, dejando por escrito sus impresiones,
con la cuales se podrá o no estar de acuerdo, pero sobre cuya calidad
intelectual no es posible discutir. Y el tercer bloque está integrado por las
incontables líneas en las que el diarista nos comunica sus opiniones sobre el
mundo de la escritura (“Los escritores debemos hablar menos y escribir más, y
cuando nos pregunten nuestra opinión en la radio, en la televisión o en el
periódico, pedir a quien nos la pregunta que se lea nuestros libros: ese es
exactamente nuestro pensamiento, ahí están nuestras opiniones”, p.34) o la
impotencia que siente ante su propia novela, que no consigue redactar de la
forma deseable: siempre le encuentra errores, cursilerías, párrafos
prescindibles o equivocaciones en la elección del narrador, hasta el punto de
llegar incluso a arrojar la toalla (“Decido que la novela no tiene salvación.
La dejo”, p.686).
Libro de una densidad dolorosa, de una lucidez implacable y que nos muestra los tormentos (físicos, emocionales, económicos, políticos y estéticos) de un hombre que veía cómo avanzaban sin piedad los calendarios.
1 comentario:
No están nada mal todas esas opiniones de Rafael, muchas las comparto, sobre todo esta: (“Los escritores debemos hablar menos y escribir más, y cuando nos pregunten nuestra opinión en la radio, en la televisión o en el periódico, pedir a quien nos la pregunta que se lea nuestros libros: ese es exactamente nuestro pensamiento, ahí están nuestras opiniones
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