Hay
varios (posiblemente muchos) tipos de escritores: el cristalino, el abstruso,
el trascendente, el pedante, el entretenido… A todos (creo) los he frecuentado
con diferentes grados de complacencia, pero la edad me va decantando hacia
aquellos que, desde el principio, me seducen con la musicalidad de su prosa.
Soy capaz de aceptar que, como determinadas montañas, hay escritores cuyo
arranque es rudo, áspero o insatisfactorio, aunque después muestren bellezas
sin límite. Imposible dudarlo. Ahora bien, mi paciencia (insisto: tiene
que ser la edad) se ha vuelto muy limitada: si en la página tres no ha logrado
interesarme, cierro el volumen (sin desdén, sin menosprecio, aunque con
firmeza) y paso a otra cosa. Carezco ya de esa tenacidad musculosa que cultivé
durante la juventud, que me permitió encontrar maravillas narrativas que
empezaban a desplegarse con vigor a partir de la página cincuenta. No se trata,
como es fácil entender, de un criterio que yo propugne como el mejor: es,
simplemente, el mío de ahora.
Termino,
con una absoluta felicidad, el tomo de relatos La habitación de Nona, de
Cristina Fernández Cubas, que se ajusta de forma inmaculada a esa estructura de
“imán” que tanto anhelo en los libros. Desde las primeras páginas, ya estaba
ahí la escritora de Arenys de Mar, poderosa y hechicera, regalándome una prosa indejable
(me invento la palabra) y unas historias que, con sencillez y majestad (en
literatura, esos dos conceptos son compatibles y pueden ser complementarios en
casos excepcionales, como el suyo), me atraparon. Me presentó a una niña con
una imaginación desbordada y poliédrica; a una anciana superficialmente
encantadora; a una niña que lloraba con desesperación, apoyada en el lateral de
una cama; a una mujer joven que consiguió imponerse en el hogar y en el corazón
de un viudo con tres hijas; a una mujer que recuerda con languidez conmovedora
a su marido fallecido; a una adolescente que es informada sobre la existencia
de la tribu Wasi-Wano, habitante de la Amazonia.
En
todos los cuentos conviven dos magnetismos poderosos: de un lado, la forma
brillante, fluida, redonda con la que están redactados; del otro, la hondura
(nada rimbombante) de sus argumentos, donde los mimbres de la melancolía, el
amor, el recelo, el pánico, la inquietud o la languidez se entrelazan de forma
única.
Una altísima maestra de la narración.
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