He aquí
un libro hermoso que, releído en la madurez, acrecienta su hermosura. Es mi
impresión. Lo devoré con veinte años y me embriagó (aquellas imágenes, aquellas
adjetivaciones, aquellos juegos sonoros, aquellos encabalgamientos
espléndidos); ahora, con cincuenta y cuatro, le descubro la misma pasión
interna, pero le añado la valoración estilística que, en mi juventud, sólo me
llegó como alboroto y cascada, como fogonazo y trueno. Creo que Los versos del capitán es una obra
trascendente e imperecedera (iba a escribir “inmortal”, y no me atrevo: es
demasiado pronto para establecer ese juicio), porque ha sabido traducir la
espontaneidad de los sentimientos y codificarla con un lenguaje lírico que
cualquier lector puede sentir como suyo. No como emanado de sí (porque reconoce
la excelencia del poeta y admite que lo supera en sus mecanismos verbales),
pero sí como suyo en un plano emocional, cordial, íntimo: “esto” es lo que yo
sentí en el puro instante del enamoramiento y “éstas” (ojalá) habrían sido las
palabras mejores para decirlo.
Juvenil y
maduro a la vez, el poemario nos muestra a un autor que busca en la amada a la
pareja sexual, a la hermana, a la madre, a la amiga, a la compañera (sangres
coordinadas, corazones simétricos, almas siamesas) y que es capaz de celebrarla
con versos de una trabajadísima naturalidad, de un burbujeante fulgor. “La
reina”, “Tu risa” o “El tigre” alcanzan un admirable nivel de belleza, que Pablo
Neruda mezcla con nítidas remembranzas del Canto
general (“Las vidas”) y con exploraciones telúricas (que a veces sorprenden
por su simplicidad, pero que en otras ocasiones asombran por su elaboración).
Un
volumen que provocará asombro y aplauso en todo tipo de públicos durante
generaciones, porque el amor no pasa de moda. Y la mejor poesía amorosa,
tampoco. Pablo Neruda fue, sin duda, un gigante en ese ámbito.
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