Es
probable que todas las cartas de amor sean (siguiendo el riguroso dictamen de
Fernando Pessoa) ridículas; pero también es probable que, en determinadas
circunstancias, el ambiente trágico que rodea a la correspondencia las adorne
con tal aura de dignidad y belleza que nos sintamos impelidos a disculpar las
ñoñerías que en ellas observemos. Ocurre así en este volumen que, en edición de
Giancarlo Depretis, reúne dieciséis comunicaciones que Antonio Machado envió a
su amada Guiomar (Pilar de Valderrama), una mujer casada de la que él, abatido,
viudo y melancólico, se enamoró profundamente, hasta el extremo de escribirle
que “tú eres, no dudes, el gran amor de mi vida” (p.214).
Consciente
de que debe preservar a toda costa el secreto de este amor, para no herir la
honra de la dama, Machado le indica que “lo mejor de la historia se pierde en
el secreto de nuestras vidas” (p.65). Y se detiene en preocupaciones por su
salud, por el estado de sus hijas, por el progreso de sus obras literarias
(también Pilar redactaba versos), por el modo en que pueden organizar leves
encuentros furtivos en un café… Una batería de pequeñas minucias que tejen los
meses del poeta “romanticón y loquito” (son palabras suyas), que bebe los
vientos por la mujer de ojos y labios enloquecedores, que están alegrando su
madurez inclinada a la senectud.
Al tiempo,
Machado le confiesa lo que piensa sobre Jorge Guillén o Pedro Salinas (“Son
jóvenes de gran talento y, además, excelentes muchachos. Nadie más deseoso que
yo de que sus libros sean maravillosos. Pero te confieso que, a pesar de mi
buen deseo, no logro comprenderlos; quiero decir que no comprendo que eso sea poesía”, p.90), sobre Ortega y
Gasset (“Tiene indudable talento, pero es, decididamente, un pedante y un
cursi”, pp.109-110) y sobre otros personajes de la época, como la actriz Lola
Membrives, Rivas Cherif o los hermanos Quintero.
Su reina,
su diosa (es el calificativo que más veces le tributa el vate sevillano) ya
explicó en sus memorias (Sí, soy Guiomar,
1981) que apenas pudo conservar un puñado de cartas de su amado Antonio.
Treinta y seis demostraciones de amor incondicional, absoluto y maduro, que
conservan todo el aroma de la rosa.
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