miércoles, 22 de julio de 2020

Vidas para leerlas




Ignoro por qué, pero la obra del cubano Guillermo Cabrera Infante nunca me ha llamado excesivamente la atención. Y me adelantaré a explicar que no se trata de desdén literario, de ninguneo político, ni de nada parecido. Procuro mantenerme ajeno a esos absurdos. Es sólo que su nombre, durante décadas, ha sido sólo eso: un nombre (y, como mucho, algunos títulos de libros). Pero me he decidido a quebrantar esa inercia cuando ha caído en mis manos su trabajo Vidas para leerlas; y confieso que me siento feliz.
Ya desde el título (parodia evidente de las Vidas paralelas de Plutarco) comencé a sentir simpatía y admiración por su escritura, la cual muestra a un habilidoso y sonriente narrador que, además de analizar con inteligencia y profundidad a un buen número de personajes relacionados con la isla de Cuba (su país natal), lo hace con afilado ingenio, estupendos juegos de palabras, paronomasias notables y gran sentido del humor. Es decir, los ingredientes que más ayudan a construir perfiles biográficos perdurables, muy por encima de la latosa erudición o las notas hormigueantes a pie de página.
Anécdota tras anécdota, grano a grano, voy descubriendo enfoques sobre aquellos seres humanos que habitaban bajo la piel de los escritores. Me entero de que Lezama Lima gustaba de la adulación, avalado por su oscuridad y por un estilo oratorio que “era paradigmático tanto como carismático y asmático”; que era “un glotón prodigioso capaz de comerse un lechoncito asado o un corderito lechal de una sentada”; pero que, a la vez, fue “el más grande poeta que ha dado Cuba”. Me entero de que el Che Guevara, tras comprobar que el embajador de Cuba en Argel tenía en su biblioteca el teatro completo de Virgilio Piñero, le espetó que cómo leía a “ese maricón”. Me entero de que Enrique Labrador Ruiz, escritor prolífico, “al revés de Neruda, fue toda su vida un demócrata que no mereció el premio Stalin”. Me entero de que Montenegro aconsejó al niño Guillermo Cabrera Infante que no escribiera a máquina con todos los dedos, pues ese método no revelaba al escritor, sino al mecanógrafo. Me entero de que Alejo Carpentier “era un pesado” y que se prestó “a todas las canalladas para servir a dos amos, el comunismo y Castro”. Me entero de la lucha tenaz que Néstor Almendros dedicó a denunciar la represión sexual (campos de aislamiento para homosexuales) y la vulneración de los derechos humanos durante la dictadura castrista. Me entero de que para G. Caín, el complejo de Edipo es una teoría “freudulenta”.
Y me entero, sobre todo, de que llevo treinta años de retraso a la hora de leer a un magnífico escritor. Habrá que ponerle remedio a ese dislate.

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