jueves, 30 de julio de 2020

El niño que comía lana




Me gustan los libros de relatos que intercambian o comparten personajes, porque eso los dota de una estructura que, en mi opinión, los asemeja a la vida, ese ámbito en el que A tiene una historia en la que interviene B, el cual protagoniza su propia peripecia, en la que aparece C, quien a su vez… Ese aroma de conexiones y vínculos preside el estupendo libro de Cristina Sánchez-Andrade que Anagrama publicó en octubre de 2019 bajo el nombre de El niño que comía lana y que está lleno de camuflajes, magia, perros, supervivencias, orfandades, ovejas, odios, emigraciones, amígdalas guardadas en tarros de formol, pobreza y mezquindad, que la autora va combinando en unas dosis sabiamente calculadas.
Guiados por su mano nos subiremos en el buque que lleva a Manuela das Fontes (ama de cría gallega, joven y decidida) hasta La Habana; y torceremos el gesto de repugnancia ante las macabras dentaduras postizas que adquiere don Onesíforo, marqués de Alcántara del Cuervo; y tragaremos saliva conforme avancemos por la tenebrosa historia de Puriña, una criatura de ocho años cuya deformidad física esconde inmundicias internas más alarmantes; y nos acostumbraremos a vivir en la residencia de ancianos con Tranquilino y Cipriana, que languidecen entre la hosquedad y el alzheimer; o sobreviviremos varios días sobre una balsa en medio del océano Atlántico, con una vieja desquiciada, una mujer impermeable al diálogo, varios hombres hambrientos y un cuchillo; o veremos cómo la anciana Faustina se desnuda, se entierra en un hoyo y, en esa peculiar situación, decide confesar ante su hija, su yerno y el cura de la localidad las falsedades y miserias de su vida.
Un conjunto de narraciones admirables, del que se sale conmocionado.

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