Me gustan
los libros de relatos que intercambian o comparten personajes, porque eso los
dota de una estructura que, en mi opinión, los asemeja a la vida, ese ámbito en
el que A tiene una historia en la que interviene B, el cual protagoniza su
propia peripecia, en la que aparece C, quien a su vez… Ese aroma de conexiones
y vínculos preside el estupendo libro de Cristina Sánchez-Andrade que Anagrama
publicó en octubre de 2019 bajo el nombre de El niño que comía lana y que está lleno de camuflajes, magia, perros,
supervivencias, orfandades, ovejas, odios, emigraciones, amígdalas guardadas en
tarros de formol, pobreza y mezquindad, que la autora va combinando en unas dosis
sabiamente calculadas.
Guiados
por su mano nos subiremos en el buque que lleva a Manuela das Fontes (ama de
cría gallega, joven y decidida) hasta La Habana; y torceremos el gesto de
repugnancia ante las macabras dentaduras postizas que adquiere don Onesíforo,
marqués de Alcántara del Cuervo; y tragaremos saliva conforme avancemos por la
tenebrosa historia de Puriña, una criatura de ocho años cuya deformidad física
esconde inmundicias internas más alarmantes; y nos acostumbraremos a vivir en
la residencia de ancianos con Tranquilino y Cipriana, que languidecen entre la
hosquedad y el alzheimer; o sobreviviremos varios días sobre una balsa en medio
del océano Atlántico, con una vieja desquiciada, una mujer impermeable al
diálogo, varios hombres hambrientos y un cuchillo; o veremos cómo la anciana
Faustina se desnuda, se entierra en un hoyo y, en esa peculiar situación,
decide confesar ante su hija, su yerno y el cura de la localidad las falsedades
y miserias de su vida.
Un
conjunto de narraciones admirables, del que se sale conmocionado.
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