Lorenzo
Silva sabe contar historias. Esa frase, de apenas cinco palabras, es para mí un
alto elogio, después de haberme tropezado en mi vida con muchos autores que,
obstinados en experimentalismos con fecha de caducidad (modernísimos durante
unos meses), pedanterías léxicas o ínfulas de arquitectos, pretendieron
convertir el arte de novelar en un confuso espectáculo pirotécnico al que los
lectores asistíamos con perplejidad o complejo de catetos. Pero Lorenzo Silva
(insistiré) sabe contar historias. Y esto se refleja en el agrado con el que van
fluyendo ante los ojos las páginas de El
alquimista impaciente (que obtuvo el premio Nadal del año 2000).
Podrán
gustarnos más o menos las novelas de género negro, pero lo que resultará
difícil discutir es el atractivo que el escritor madrileño imprime a su
fabulación, donde encontramos guardias civiles, empresarios gárrulos,
proxenetas de origen bielorruso, secretarias estiradas, cadáveres con tiros en
la nuca, centrales nucleares que camuflan irregularidades, exclusivos bares de
copas y prostitutas de lujo. Y donde encontramos, sobre todo, al sargento Rubén
Bevilacqua y a su ayudante, la guardia Virginia Chamorro, unidos por una
química profesional y humana de lo más sugerente.
Para mi
gusto, la secuencia menos lograda del libro es la cena que protagonizan
Chamorro y el empresario León Zaldívar, porque en ningún momento me pareció
creíble que un viejo zorro como él, con más conchas que un galápago, cayera de
un modo tan rápido y burdo en la ñoña trampa que le tienden para tirarle de la
lengua. Y, en el otro extremo, yo situaría la entrevista que celebran
Bevilacqua y Críspulo Ochaita: pocas veces he leído una esgrima verbal tan
poderosa como la que mantienen estos dos personajes, que te hace tragar saliva
y hasta te acelera el corazón por momentos.
Brillante
Lorenzo Silva, cuyos libros siempre me deparan horas magníficas de lectura.
Puesto en pie, se lo agradezco.
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