sábado, 25 de julio de 2020

El alquimista impaciente




Lorenzo Silva sabe contar historias. Esa frase, de apenas cinco palabras, es para mí un alto elogio, después de haberme tropezado en mi vida con muchos autores que, obstinados en experimentalismos con fecha de caducidad (modernísimos durante unos meses), pedanterías léxicas o ínfulas de arquitectos, pretendieron convertir el arte de novelar en un confuso espectáculo pirotécnico al que los lectores asistíamos con perplejidad o complejo de catetos. Pero Lorenzo Silva (insistiré) sabe contar historias. Y esto se refleja en el agrado con el que van fluyendo ante los ojos las páginas de El alquimista impaciente (que obtuvo el premio Nadal del año 2000).
Podrán gustarnos más o menos las novelas de género negro, pero lo que resultará difícil discutir es el atractivo que el escritor madrileño imprime a su fabulación, donde encontramos guardias civiles, empresarios gárrulos, proxenetas de origen bielorruso, secretarias estiradas, cadáveres con tiros en la nuca, centrales nucleares que camuflan irregularidades, exclusivos bares de copas y prostitutas de lujo. Y donde encontramos, sobre todo, al sargento Rubén Bevilacqua y a su ayudante, la guardia Virginia Chamorro, unidos por una química profesional y humana de lo más sugerente.
Para mi gusto, la secuencia menos lograda del libro es la cena que protagonizan Chamorro y el empresario León Zaldívar, porque en ningún momento me pareció creíble que un viejo zorro como él, con más conchas que un galápago, cayera de un modo tan rápido y burdo en la ñoña trampa que le tienden para tirarle de la lengua. Y, en el otro extremo, yo situaría la entrevista que celebran Bevilacqua y Críspulo Ochaita: pocas veces he leído una esgrima verbal tan poderosa como la que mantienen estos dos personajes, que te hace tragar saliva y hasta te acelera el corazón por momentos.
Brillante Lorenzo Silva, cuyos libros siempre me deparan horas magníficas de lectura. Puesto en pie, se lo agradezco.

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