jueves, 31 de octubre de 2019

La vida invisible




Todos arrastramos culpas, y secretos, y velados pliegues del corazón o del calendario que intentamos ocultar a los ojos de los demás. Y Juan Manuel de Prada, en su novela La vida invisible, trata de aproximarse a algunas de esas llagas contando la vida de Fanny Riffel, una seductora y curvilínea pin-up de los años 50 que se pierde en los jardines atroces de la locura y que sumerge su madurez y su ancianidad en el varadero de los manicomios, donde la acompaña, como un Lucifer inverso (demonio transmutado en figura angélica), Tom Chambers, que la empujó por el tobogán del oprobio y que ahora dedica sus años a la tarea de redimir su ultraje.
Esa historia se cruzará (mediante habilísimos juegos de bisagras, paralelismos, analogías y ecos) con la historia de Alejandro Posada, un joven escritor que, empujado por su novia Laura, viaja hasta Chicago y conoce a Elena Salvador, con quien vive un brevísimo episodio erótico antes de intentar olvidarla (Alejandro está a punto de casarse). Pero el Destino se complacerá jugando a las simetrías, y fundirá las existencias de los dos hombres, Alejandro y Tom (ambos inicialmente culpable, ambos finalmente redentores), y de las dos mujeres, Fanny y Elena (ambas adheridas al barro, ambas liberadas), con ese testigo unificador (Laura) que se convierte en el quinto vértice del pentágono.
Los lectores, hipnotizados desde las primeras páginas por el arte fabulador y literario de Juan Manuel de Prada, comprenden pronto que se hallan ante una gran novela, donde fulgen las metáforas (“El silencio era alto y hostil como un acantilado de hielo”, p.14), las hipérboles (“En su voz cabía una tristeza del tamaño del universo”, p.500), los aforismos (“En los cementerios siempre es otoño”, p.355) y hasta el humor de raigambre ácida (se dice de unos rascacielos que “parecían candidatos a unas pruebas de casting convocadas por Bin Laden”, p.61).
Al adentrarnos en La vida invisible nos adentramos en una selva de vocabulario que protege, en su centro, un templo lleno de tesoros. Provéanse de machetes y embárquense en la aventura.

1 comentario:

La Pelipequirroja del Gato Trotero dijo...

Me embarqué en esta aventura sin machete, entré en la selva a pecho descubierto y por suerte no salí herida,soy así de intrépida, jajaja.


Besitos.