Vuelvo
(siempre vuelvo) al gran vallisoletano Miguel Delibes para leer su Diario de un jubilado, que deparará más
de una sorpresa a quienes, admirando la obra de este narrador, no conozcan el
libro, que supondrán atravesado por languideces y melancolías castellanas o
crepusculares. Nada más lejos de la realidad. Su protagonista es un sesentón
que se entretiene viendo culebrones, enviando tarjetas de participación a los
más chocantes concursos de la tele y distrayendo su ocio con las visitas a una
puta tetona que le sorbe el seso.
Al final,
con sus amigos enfangándose en el paro y en la chapuza, con su trabajo por
horas y con el chantaje fotográfico que le inflige un compinche de la hetaira,
la pieza se convierte en un mechinal de jocosa textura y de finalización feliz.
El personaje de don Tadeo Piera, viejo poeta mediocre, es fabuloso. Y las
jugosas secuencias en las que lo vemos obsesionado con la absurda idea de que
van a concederle el premio Nobel de Literatura son de auténtica antología, por
su grato sentido del humor y también por su patetismo.
Y si
tuviera que señalar una sola frase para el recuerdo, sin duda sería ésta, que
nos retrata a todos los que hemos sido víctimas de declamaciones infulosas por
parte de rimadores amigos o conocidos: “Con un poeta leyendo sus versos uno
nunca sabe por qué registro va a salir. Pero lo peor es que llega un momento en
que uno no escucha, sólo piensa en lo que debe decirle cuando termine”.
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