Doy fin a la relectura de la novela El archivo de Egipto, de Leonardo Sciascia, en la traducción de Ana
Goldar (Bruguera, Barcelona, 1982), y sigue pareciéndome, como cuando le leí en
mi época universitaria, una narración estupenda. Es, sí, la historia
magistralmente contada de una hábil impostura (la falsificación de unos códices
por parte del fraile Vella); pero también, y sobre todo, es la crónica
fidelísima, puntual, amarga e irónica de una aristocracia siciliana que se
aferra a sus privilegios. Creo que en 1989 me fijé más en el primer aspecto,
mientras que ahora (ampliación de mis horizontes como lector) reparo más en la
segunda de las interpretaciones o aristas de la obra.
Los momentos más brillantes de esta novela son, a mi entender, las
secuencias en que el astuto fray Giuseppe Vella es agasajado por nobles
pelotilleros que desean (con regalos por medio) que éste les confirme
“históricamente” su status; y los capítulos del final donde se nos desgrana la
atroz tortura que se aplica al abogado Di Blasi (feroz testimonio contra tan
inmunda práctica).
Un portento de libro.
Y apunto una frase que en la lectura de hace treinta años no me
llamó la atención de un modo especial y que ahora, huérfano ya de madre y
padre, me ha provocado auténtico escalofrío: “Cerró los ojos. Al volver a
abrirlos, su madre ya no estaba allí, para siempre”.
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