Decía el escritor murciano Miguel Espinosa en su
inclasificable obra Asklepios que no
existe infortunio mayor que sentirse desterrado en el tiempo; pero no es menos
verdad que el sentimiento de haber sido despojado de tu entorno físico o del
lugar en el que te sientes enraizado o consideras que constituye tu felicidad
adquiere también en ocasiones dimensiones de tragedia íntima. Es lo que ocurre
en esta pieza con Irina, Masha y Olga, tres hermanas que viven en una ciudad
provinciana, alejada de Moscú, y que sueñan y suspiran a diario con la idea de
volver a la capital rusa.
No son, en este nuevo emplazamiento, dichosas: ni
han logrado un trabajo que las satisfaga profesionalmente; ni han encontrado al
hombre que las llene sentimentalmente; ni han conseguido un entorno de
amistades que las haga sentirse plenas. Se limitan al ejercicio de la añoranza
y de la supervivencia. Contemplan con melancolía (y en ocasiones con rabia que
no se detienen a disimular) el paso de las estaciones y de los años; y
continúan recibiendo golpes que les vienen de lugares emocionales incluso muy
cercanos (su hermano Andréi no ha dejado de envilecerse con la práctica del
juego, en el que pierde cantidades enormes de dinero, lo que le ha obligado
incluso a hipotecar la casa sin la autorización de sus hermanas, que son
copropietarias). La frase “¡A Moscú!”, que repiten como un mantra, se va
convirtiendo poco a poco en un sintagma carente de sentido, en el que siquiera
ellas mismas creen, porque se dan cuenta de que la vida fluye y el retorno es
impensable, que el dolor carece de lenitivos y que esa ciudad es un fetiche que
anida en sus mentes pero que ya no tiene una entidad real. Su padre ha muerto,
los vecinos que habitaban su barrio habrán cambiado o quizá han muerto, incluso
la piel que las recubre ya no es la misma. En el fondo, intuyen que seguir
pensando en Moscú es, en realidad, una metáfora acerca del tiempo: querrían
volver a la juventud, al ayer, a la edad de la inocencia, ese territorio que ya
les está vedado. Irina, en un instante del acto tercero, lo dice con nitidez:
“¿Adónde ha ido a parar todo? ¿Adónde? ¿Dónde está? ¡Dios mío de mi alma! Todo
lo he olvidado, todo... Se me ha hecho un lío en la cabeza... No recuerdo cómo
se dice ventana o suelo en italiano. Lo voy olvidando todo, a diario olvido
cosas mientras la vida se escapa y no volverá nunca, como tampoco nos iremos
nunca a Moscú”.
Se trata, en suma, de eso: de comprender que la
vida nos va derivando por senderos que se bifurcan y que resulta ingenuo pensar
en un retorno a los orígenes, porque la presunta felicidad que pudimos gozar en
ellos ya no existe ni volverá a existir.
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