Carlos
Salem, autor de Buenos Aires, pañuelo oscuro en la cabeza, gafas irónicas, versos
con bloody mary, perilla espesa, moto imaginaria, barras nocturnas de bar y
perennes náufragos a su alrededor. Estar acodado frente a una cerveza fría y
quedarse pensativo; y mirar a los parroquianos; y fijarse en el cuerpo de Lola;
y buscar preguntas o respuestas o nada en el azogue de los espejos; y aguantar
las sandeces del Perro y el Gato; y acompañar al Loco sobre el asfalto, a ver si
hay suerte y el auto no los atropella; y ser un Isidro Parodi que entiende de
palomas mensajeras, ángeles follables, camareros que distribuyen anónimos
venenos, mimos retirados y chicas tristes. Y, sobre todo, dejarnos el
testimonio escrito de esas aventuras en una colección de cuentos realmente
notable que publica el sello Navona con el título de Relatos negros, cerveza rubia.
El gran eje
vertebrador de estos relatos es Poe, antiguo poeta (o medio poeta, de ahí el
sobrenombre), antiguo periodista, que ahora sobrevive aferrado a un
escepticismo de lúpulo y conversaciones a media voz, que actúa como uno de los
pilares básicos de estos cuentos, donde hay asesinos profesionales que nos
resumen algunas de sus aventuras (“Japoneses a la brasa”); ladrones que no
soportan a las viejas clasistas (“Yo lloré con Terminator 2” ); mujeres a las que la
naturaleza no ha galardonado con la belleza descomunal de su hermana, pero que
terminan encontrando el modo de convertirse en las dueñas de su destino (“Uno
de hadas”); dictadores sanguinarios que se encuentran, al otro lado de la
muerte, con sorpresas tan merecidas como estrepitosas (“La preguntita”);
maltratadores que se van jactando de la brutalidad que desarrollan contra sus
esposas, hasta que un hombre con dignidad y con rechinar de dientes lo pone en
su sitio (“Cada verano la llevo a ver el mar”); divertidos anecdotarios sobre
los aseos de ciertos locales nocturnos (“Los “tigres” de Malasaña”); o cabezas
locas que se han empeñado en asaltar el Valle de los Caídos para profanar la
tumba del dictador Francisco Franco y hacerse con lo que quede del cadáver (“Por
un puñado de huesos”).
Desde el
principio, la persona que se adentra en las páginas de este volumen lo tendrá
clarísimo: Carlos Salem sabe contar historias. Se pone tierno cuando pretende
emocionarnos; y duro cuando la ocasión lo requiere; y lírico cuando el relato
lo reclama; y bruto cuando lo exige el guión. Jamás se equivoca en el rumbo ni
en las proporciones. Es muy hábil. Jodidamente hábil. Así, cuando quiere hacernos
sonreír nos entrega “Mi musa de cuatro patas”, y lo logra sin esfuerzo aparente;
cuando pretende excitarnos nos describe polvos monumentales en “Déjate las
gafas” o “Quinientos años de soledad”; y cuando pretende utilizar a sus amigos
como protagonistas redacta “¿Quién mató al lobo feroz?” y pone como actores a
Pedro de Paz, Juan Ramón Biedma y a un seductor profesor de instituto
apellidado Tristante.
Al final,
nos encontramos con 270 páginas de puro disfrute de alguien que tiene “un
máster en tratar con majaras” (p.212) y que se convierte en uno de esos
escritores cuya prosa te hace disfrutar, cuyos argumentos te seducen y cuyas
producciones futuras estás deseando ver en los escaparates de las mejores librerías
para hacerte con ellas, porque nunca te ha defraudado.
1 comentario:
Desde luego es difícil resistirse a su lectura con semejante buen rollo en la reseña.
La tengo en cuenta y seguro que no tardaremos en sumarla a nuestro blog.
Un abrazo.
Yolanda
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