La tragedia
que Federico García Lorca plantea en Bodas
de sangre es conocida y bastarán pocas palabras para condensarla: una novia
que acaba de casarse toma la visceral decisión de subirse al caballo con su
antiguo novio, nada más concluir la ceremonia nupcial, y fugarse a los bosques
con él. Como es obvio, se generará luego una persecución que terminará en un
baño de sangre: los dos varones se enfrentarán con las navajas en la mano y
perderán la vida.
Pero
solventada esa anécdota argumental lo importante es lo que permanece en la
historia de la literatura y en la memoria de todos los lectores: el intenso
lirismo con el que el poeta de Fuente Vaqueros va dibujando el alma de sus personajes. Así, con frases
tan cortas como poéticas, vamos descubriendo la mentalidad tradicional de la
madre del novio acerca del varón (Tu
abuelo dejó un hijo en cada esquina. Eso me gusta. Los hombres, hombres; el
trigo, trigo”) y de la hembra (“Una mujer con un hombre, y ya está”). Pero
también iremos observando cómo entienden los conceptos del honor, la
virginidad, la fuerza de la sangre, la familia o la venganza.
De todos los parlamentos de esta pieza quizá el que
más me ha impresionado en la relectura es el instante en que la novia, con
ropas de color negro, se presenta ante su colérica suegra para explicarle que
sí, que abandonó a su hijo nada más casarse con él, pero que sigue tan virgen
como antes del matrimonio. El modo en que explica su conducta es tan
arrebatador que no me resisto a la tentación de reproducirlo aquí: “Tu hijo era
un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro
era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y
su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de
agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y
que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de muchacha
acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!, yo no quería. ¡Tu hijo era
mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe
de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre,
siempre, aun que hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen
agarrado de los cabellos”.
Treinta y cinco años de leer y releer a Federico
García Lorca me han deparado un convencimiento: es uno de los autores que más
respeto y admiro de nuestra historia literaria.
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