martes, 17 de mayo de 2016

Bodas de sangre



La tragedia que Federico García Lorca plantea en Bodas de sangre es conocida y bastarán pocas palabras para condensarla: una novia que acaba de casarse toma la visceral decisión de subirse al caballo con su antiguo novio, nada más concluir la ceremonia nupcial, y fugarse a los bosques con él. Como es obvio, se generará luego una persecución que terminará en un baño de sangre: los dos varones se enfrentarán con las navajas en la mano y perderán la vida.
Pero solventada esa anécdota argumental lo importante es lo que permanece en la historia de la literatura y en la memoria de todos los lectores: el intenso lirismo con el que el poeta de Fuente Vaqueros va dibujando el alma de sus personajes. Así, con frases tan cortas como poéticas, vamos descubriendo la mentalidad tradicional de la madre del novio acerca del varón (Tu abuelo dejó un hijo en cada esquina. Eso me gusta. Los hom­bres, hombres; el trigo, trigo”) y de la hembra (“Una mujer con un hombre, y ya está”). Pero también iremos observando cómo entienden los conceptos del honor, la virginidad, la fuerza de la sangre, la familia o la venganza.
De todos los parlamentos de esta pieza quizá el que más me ha impresionado en la relectura es el instante en que la novia, con ropas de color negro, se presenta ante su colérica suegra para explicarle que sí, que abandonó a su hijo nada más casarse con él, pero que sigue tan virgen como antes del matrimonio. El modo en que explica su conducta es tan arrebatador que no me resisto a la tentación de reproducirlo aquí: “Tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, sa­lud; pero el otro era un río os­curo, lleno de ramas, que acerca­ba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis he­ridas de pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!, yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un gol­pe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, aun­ que hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen aga­rrado de los cabellos”.

Treinta y cinco años de leer y releer a Federico García Lorca me han deparado un convencimiento: es uno de los autores que más respeto y admiro de nuestra historia literaria.

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