Enrique y
Susana hospedan en su pazo gallego a un antiguo novio de Susana, el músico
Luis, que acaba de salir de un sanatorio mental y que se encuentra en fase de
reposo. Está obsesionado con la idea de que pronto sonará una música que le
permitirá recordar la partitura que estaba elaborando justo antes de ser
ingresado y que lo devolverá al mundo de la creación y de la fama. Julián, un
profesor de filosofía que es amigo de Enrique, se deja caer también por allí
para visitarlos durante unos días: su mujer lo acaba de dejar y necesita aire
fresco para oxigenar sus ideas y reorganizar su vida. Los criados de la casa,
por su parte, no dejan de asomarse al buzón porque esperan una carta que les
informe de cómo se encuentra su sobrino, que hace años cruzó el océano
Atlántico en busca de fortuna en América.
Todos
esperamos, de un modo u otro, la llegada de una señal. Y en esa señal ciframos
nuestra ilusión, el reducto de nuestras mejores esperanzas. Puede ser una señal
amorosa, económica, familiar o de cualquier otro tipo; pero su esencia consiste
en mantenernos esperanzados. Los protagonistas de esta pieza de Antonio Buero
Vallejo también aguardan sus particulares alertas, y la enorme habilidad del
dramaturgo de Guadalajara (quizá el más grande que hayan visto los escenarios
españoles durante el siglo XX, por encima de García Lorca y de Arrabal)
consiste en armonizar todas esas señales y articularlas en un drama de pasmosa
intensidad, que va creciendo en cada secuencia.
Máxima
efectividad escénica, máximo esplendor del lenguaje y de los símbolos, máxima
carga emocional. Una obra menor de Buero (“menor” en el sentido de que no forma
parte del grupo de las habitualmente señaladas como principales: Historia de una escalera, En la ardiente
oscuridad, El concierto de San Ovidio, etc) que alcanza impresionantes
cotas de hondura psicológica.
Otros de los
autores a quienes leer y releer de forma constante: siempre nos dan sorpresas.
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