Ahí es nada.
La historia salmantina de don Félix de Montemar, “segundo don Juan Tenorio”
(como lo llama el autor, José de Espronceda, en el verso 100). No atino a
recordar en qué fecha leí por primera vez estas páginas. Debía estar recién
llegado a las aulas universitarias, así que calculo que sería hacia 1986. Me encontré en sus versos con un cínico
prepotente que, después de engolosinar a la tierna Elvira con la falsedad de
sus amores, se distancia gélidamente de ella y le muestra la crueldad del
desengaño (“Hojas del árbol caídas / juguetes del viento son: / las ilusiones
perdidas / ¡ay! son hojas desprendidas / del árbol del corazón”, vv. 268-272).
Al fin, tras grandes tormentos emocionales, “murió de amor la desdichada
Elvira” (v.343), tras despedirse por escrito de su impasible amado. Por
supuesto, su muerte no quedará impune, porque su hermano don Diego de Pastrana desafía
abiertamente al cínico don Félix (“Juego a mi labio han de dar / abiertas todas
tus venas, / que toda su sangre apenas / basta mi sed a calmar”, vv.628-631).
Pero la parte
más intensa y más conocida de esta obra se produce cuando el descreído don
Félix encuentra por la calle a una enigmática mujer vestida de blanco, a quien
sigue lujurioso hasta el interior de un cementerio. Allí descubrirá que en
ocasiones es mejor mostrarse prudente y no desafiar al Destino, porque puede
ocurrir que se reciba un golpe del que uno no pueda reponerse.
Escritos con una
engañosa facilidad, los versos de Espronceda mantienen aún el fresco vuelo que
tuvieron en sus orígenes. Y aunque numerosos pasajes de su argumento nos
produce hoy más sonrisas que otra cosa (la muerte repentina y atribulada de
doña Elvira, los desafíos irreverentes de don Félix, cierta rigidez esquemática
en la psicología de los personajes) hay que reconocer la vigorosa música que
mantiene a flote la obra.
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