Sucede en ocasiones que un escritor genial puede
pasar inadvertido para el gran público. Es, me parece, el caso del
norteamericano William Maxwell. Durante la mayor parte de su vida (y para la
mayor parte de sus contemporáneos) fue sólo el editor del mítico The New
Yorker, y el consejero literario de novelistas de la talla de Salinger o John
Updike, quienes lo escuchaban con respeto y reverencia. Pero mientras
desarrollaba esa silenciosa tarea encomiable componía su propia obra de
creación, donde se incluyen novelas, cuentos y ensayos.
El sello Libros del Asteroide, que está
contribuyendo decisivamente a la difusión en España de este fabulador, nos
ofrece, en traducción de Miguel Temprano, su magnífico volumen La hoja plegada, una novela que gira
alrededor de tres personajes dibujados con maestría, densidad psicológica y
buen pulso narrativo: de un lado tenemos a Spud Latham, que procede de una
familia pobre de Wisconsin y que basa la mayor parte de su magnetismo personal
en la fuerza física, que canaliza a través del boxeo y de otros alardes
hormonales; del otro lado tenemos a Lymie Peters, un muchacho más bien endeble
pero de alta sensibilidad, que experimenta una fascinación insondable por Spud
y que se convierte en su perrillo faldero; y, en medio, una chica hermosa,
Sally Forbes, que aparece cuando ambos abandonan el instituto y entran a
estudiar en la universidad de Indiana. ¿Será necesario que expliquemos que los
dos amigos comienzan a distanciarse por culpa de la joven?
Pero existe otro conflicto mucho más hondo en el
alma de Lymie Peters, que enriquece y complica la línea argumental de la obra:
él experimenta por Spud Latham, quizá sin ser del todo consciente, una
atracción que roza las fronteras de la homosexualidad: admira sus músculos, le
gusta acompañarlo al gimnasio (y hasta anudarle los guantes y las botas), se
siente muy feliz cuando duermen juntos en la misma cama de la residencia de
estudiantes, es azotado por una “punzada de celos” (p.183) cuando Spud se
enamora de Sally, etc. Y la situación emocional es tan evidente que la
muchacha, cuando acude a decirle que Spud está muy raro con ella, le explica
que se lo está contando porque “sé que sientes por él casi lo mismo que yo”
(p.284). Pero es que Spud, al final de la obra, doblegado por un impulso
irrefrenable, llega a besar en la boca a Lymie, aunque al instante se matice su
reacción (“Nunca lo había hecho antes y nunca volvió a sentir la necesidad de
hacerlo”, p.338).
Una tensión, pues, exquisitamente manejada por
William Maxwell, que en ningún momento se permite la procacidad, la explicitud
o la sal gorda, y que durante las 349 páginas de la novela envuelve a los
lectores con la perfección apolínea de su prosa, absolutamente magistral.
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