martes, 2 de septiembre de 2025

Tres cucharadas de lentejas

 


Hace medio millón de años, leí un libro de Camilo José Cela (juraría que fue su Tobogán de hambrientos: lo tendría que releer para asegurarme) que se basaba en un procedimiento muy curioso: el narrador se fijaba en un personaje de la calle, lo describía, lo iba siguiendo y, cuando se cruzaba con otro, cambiaba de objetivo y se ponía a describir y seguir a esa nueva figura. El resultado era un zigzagueo ágil, simpático y que, a la postre, configuraba una estupenda metáfora de la ciudad. Ahora, el mercero y escritor Paco López Mengual se acerca a ese procedimiento en su último libro, titulado Tres cucharadas de lentejas, porque comienza a hablar de un tema, ese lo lleva a otro, que a su vez lo conduce a otro, y así sucesivamente, enhebrando un discurso seductor, autobiográfico, lleno de chispa y anécdotas, que entiendo que retrata de forma fabulosa al Paco íntimo, coloquial, dicharachero y cercanísimo, al que tanto gusto da escuchar en las distancias cortas.

Avanzando por sus páginas, entre sonrisas y asombros, descubrimos quién fue para él el mejor escritor español del siglo XX (lo dictamina en la página 47); que se inició en el mundo de la escritura ya pasados los cuarenta años; que prefiere los libros en papel frente a los modernos ebooks; que, siendo agnóstico, siente auténtico interés por la liturgia católica y por la vida y milagros de algunos santos (en especial, Ramón Nonato, Pascual Bailón y el insospechado san Genarín); que un conejo puede ser confundido con un fantasma, en la Noche de Ánimas; que su devoción por la sangre frita es absoluta (y que su menú preferido consiste en un pastel de carne, olivas de Cieza y una cerveza); que las Lagunas de Campotéjar contienen más secretos (literarios y ecológicos) de lo que parece; que conoció a Diego López, el artista que pintó una montaña de color azul para combatir al Maligno; que muy cerca de su casa vive Ángel Valero, vecino de Lorquí que llegó a ser rey entre los miembros de una tribu de caníbales en América del Sur; y que una vecina de Molina se quedó embarazada de un extraterrestre. Como se puede ver, todo un espectáculo de anécdotas, sonrisas y perplejidades, que brillan con la gracia oral insuperable que siempre exhibe el autor.

¿Qué es, entonces, Tres cucharadas de lentejas? Un crítico especialmente meticuloso podría vacilar a la hora de adherirle una etiqueta al tomo, que participa de muchos géneros a la vez. Pero el lector no experimentará dudas de ningún tipo: este libro es Paco. Pura y simplemente Paco. Ya está dicho todo. Y, por supuesto, al terminar la obra descubrimos con asombro que nos hemos terminado hasta la última lenteja del plato. Como debe ser.

lunes, 1 de septiembre de 2025

Misión Estambul

 


Ninguno de los libros que he leído del yeclano José Luis Castillo-Puche ha tenido la enojosa idea de defraudarme; y tampoco lo ha hecho Misión Estambul, pese a que la temática de la obra se apartaba mucho (muchísimo) de los territorios en los que el novelista solía concentrar su atención narrativa: los problemas de la fe, el autobiografismo, la guerra civil, las reflexiones existenciales. En esta obra, un agente secreto (cuya procedencia geográfica es murciana, según se nos desliza en el capítulo III, y cuyo apellido no conocemos hasta que faltan un par de páginas para que la obra concluya: Castillo) es enviado a Turquía con un objetivo tan claro como nebuloso: debe permitir que le quiten el cinturón que lleva puesto en los pantalones y que contiene… algo. No se le informa de qué. No pertenece al ámbito de sus incumbencias. Simplemente tiene que permanecer en Estambul durante dos, tres o las semanas que sean necesarias, hasta que alguien le arrebate esa prenda.

El viaje llega a su primera escala en Roma, donde Castillo encuentra al pintor murciano Carpe (el guiño del autor es clarísimo: Antonio Hernández Carpe, gran artista plástico de Espinardo, se encontraba viviendo en Roma justamente en 1954, fecha de composición de la novela), que lo acompaña en una serie de viajes en coche y fiestas estrafalarias, junto a otros pintores y escultores (“Los seres más tercos y mandones del mundo son los artistas”, cap. II). Logra escabullirse y se sube al avión que lo llevará a Estambul. A partir de ese momento, todo son a su alrededor nieblas, sospechas e incertidumbres: personas que se sientan junto a él y que le dan conversación; siluetas que lo siguen por las calles; taxistas más bien enigmáticos, que lo conducen por las callejuelas de la ciudad. Y Castillo no sabe muy bien qué pensar o cómo actuar. ¿Cómo descubrir, a ciencia cierta, quién es el contacto que se ocupará de llevar a buen término su misión? “Llegué a pensar, viendo como toda la ciudad se agitaba indiferente a mi agobio, que acaso con el tiempo tendría que ir con el cinturón en la mano exhibiéndolo escandalosamente por si alguien quería cogerlo”, nos dice con desconcierto en el capítulo V.

Añadamos un simpático lapsus de impresión: en la edición que utilizo (Emiliano Escolar, 1982), la página 88 nos informa de un personaje que, tras pasar una mala noche, “tenía aspecto poco saludable y las orejas se le marcaban profundas”.

He aquí un Castillo-Puche anómalo desde el punto de vista temático, pero tan convincente y sólido como acostumbra. Siempre es un placer leerlo.