martes, 30 de septiembre de 2025

Un largo invierno


 

“¿Para eso embarcamos? Huir, huir ¿de quién? ¿Para qué? ¿Huir cada vez más lejos de nuestras familias, de nuestro país? No conseguía entender el significado de aquel viaje, el cansancio, los muertos, el hambre y penurias pasadas. Llevábamos seis largos años, o siete, había veces que ya no sabía ni el día, ni el mes, ni el año. Solo había hambre, desnutrición, íbamos con harapos y sobre todo había frío, barro, lluvia y nieve. Aquello se convirtió en un largo invierno”. Quien así se expresa, en la página 115 de esta obra, es Elena, una muchacha que ha salido de España en el año 1937, acompañando a los niños republicanos que fueron amparados por la Unión Soviética. Desde entonces, la vida ha ido poniendo ante sus ojos un espectáculo variopinto de emociones, sobre todo negativas, que han moldeado su espíritu: ha visto cómo muchas criaturas morían de hambre y de frío, ha observado con estupor la embriaguez de unos soldados que sobrellevan la soledad y la amargura a base de vodka, ha escuchado los aullidos de los lobos en los bosques nocturnos, ha soportado bombardeos y ráfagas de balas, ha sentido la mordedura criminal de la nieve en los dedos de sus pies. Pero también, porque la vida no es monocolor, ha sentido la ternura de un abrazo en medio del miedo (como diría Blas de Otero), ha notado el apoyo generoso de las gentes humildes, ha escuchado el impulso de un corazón que late para cumplir un proyecto.

Con gran emoción y con una prosa atractiva, la granadina Teresa Nieta Peca nos ofrece una entrañable crónica sobre aquellos años difíciles, en los que todas las ilusiones parecían condenadas a marchitarse, erosionadas por un entorno cruel y huérfano de misericordia. Por fortuna, la magia de esta novela nos sirve para que el olvido no cubra de invisibilidad la experiencia de aquellas personas, que sufrieron en sus carnes y en sus almas el zarpazo del infortunio.

lunes, 29 de septiembre de 2025

El inquilino

 


Prepárense, como lectores, para asistir a un juego narrativo que les exigirá su participación; una atención meticulosa, despierta, y que, en sus líneas finales, pondrá a prueba su capacidad para el asombro. Estamos en una universidad de Estados Unidos, donde trabaja como profesor un lingüista llamado Mario Rota. Es un hombre que, pese a practicar deporte, bebe quizá demasiado, que no desempeña una labor investigadora especialmente notable (lleva tres años sin publicar ningún trabajo de su especialidad, la fonología), que mantiene un vínculo emocional poco atento con su compañera Ginger (con quien se muestra más distante que cariñoso) y que tampoco es el vecino ideal (Nancy se queja de que la espía y molesta con sus impertinencias). Scanlan, su superior jerárquico en la universidad, no se encuentra satisfecho con su actitud. De ahí que aparezca en el campus un personaje llamado a revolucionar la situación: Berkowickz. Viene precedido por una intensa fama como investigador, ocupará la vivienda de Nancy (es decir, será el nuevo vecino de Mario Rota)… y se le adjudican algunos de los cursos del protagonista, que verá así mermado su horario y su sueldo. Pero eso no es todo: Ginger, harta de la actitud fría de Mario, decidirá acercarse (desde el punto de vista profesional, pero también sentimental) a Berkowickz. Con lo cual se consuma el terremoto: el mundo de Mario se ha puesto patas arriba. Y las insinuaciones de Scanlan acerca de su posible despido terminarán de erosionar su dignidad.

Esta novela, que parece presentarnos fundamentalmente un conflicto laboral y emocional, ejecutará un giro sorprendente en las páginas finales, ante las cuales les prevengo: presten mucha atención. No den nada por sentado. Desconfíen. Y lean con lentitud, fijándose muy bien en los detalles. La “teoría” que ustedes hayan desplegado acerca de la historia tendrá que sufrir modificaciones y se verá sometida a prueba. Pero les aviso también de otra cosa: van a disfrutar el relato de manera constante, porque la narrativa de Javier Cercas absorbe, impregna y deslumbra. Ya lo verán.

sábado, 27 de septiembre de 2025

Jorge Luis Borges. Un destino literario

 


No sabría precisar con exactitud la fecha en que comencé a leer a Jorge Luis Borges, pero calculo que hacia 1987. Diría que fueron uno o dos cuentos sueltos. Tal vez algún poema. Más tarde, hacia 1988-1989, tuve la suerte de tener como profesor a un excelente conocedor de su obra, Vicente Cervera Salinas, que me abrió el hambre por devorar, como después hice, la mayor parte de sus libros. Hace muy pocos días, la editorial Cátedra tuvo la generosidad de enviarme el tomo Jorge Luis Borges. Un destino literario, del profesor argentino Lucas Adur; y paseándome por sus páginas, y subrayándolas, y llenándolas de notas y de asteriscos en los bordes, he vuelto a sentir la fascinación por la figura gigantesca del autor de El Aleph.

Lo he visto, tartamudo y con gafas, cuando era niño. He conocido muchos detalles que ignoraba de su bisabuelo Isidoro Suárez, héroe en la carga militar de Junín, y de su abuela Fanny Haslam, lectora minuciosa de la Biblia. He descubierto su entusiasmo juvenil por la revolución soviética, que “no fue, entonces, tan efímero ni inespecífico como quiso recordar años después, desde una posición política muy distinta” (según anota Adur en la p.74). He tenido acceso a un buen resumen de su atribulada iniciación erótica en un prostíbulo, en el verano de 1918, de la mano de su padre. He aprendido que en su época juvenil no era un sabio apacible y encerrado en la biblioteca, sino un muchacho muy activo en tertulias, cenas, paseos y homenajes a escritores (“Bailaba tangos y milongas, fumaba, bebía con cierta frecuencia y era capaz de discutir a los gritos o hasta agarrarse a golpes en el fragor de aquellas noches”, p.163). He conocido detalles jugosos de su amistad con Xul Solar, Alfonso Reyes, Macedonio Fernández o Cansinos-Assens, aparte de su relación simbiótica y entrañable con Adolfo Bioy. He corroborado la imagen que tenía de Borges como un enemigo acérrimo de Perón (aunque descubro con asombro que la amenaza de ser nombrado “inspector de aves” quizá pertenezca más a una leyenda fabricada por el propio escritor que a una realidad: el profesor Adur sostiene que no existe constancia de ese nombramiento y que todo apunta a una invención de Borges para disfrazarse irónicamente de víctima). Y subrayo con asombro la identidad del profesor de literatura que consiguió que el gran maestro argentino redactase un prólogo para un libro de cuentos escritos por sus alumnos adolescentes (en la página 450 nos espera la gran sorpresa de descubrir su nombre).

Además, los infinitos viajes de Borges por todo el mundo, los infinitos premios que le fueron otorgados (se pierde la cuenta de los doctorados honoris causa), los infinitos enamoramientos “blancos” (Bioy dixit) que experimentó durante su vida o las polémicas que, adventiciamente, fue gestando o se fueron adhiriendo a su leyenda.

El resultado final es un volumen espléndido, rico, poliédrico, que entiendo que alcanza la categoría de imprescindible para quienes amamos al Maestro.

jueves, 25 de septiembre de 2025

Cristales de plata


 

En ocasiones, la literatura cumple una función preciosa y educativa: permitirnos conocer mundos que se encuentran muy alejados del nuestro. Antonio J. Ruiz Munuera, en las páginas de su novela juvenil Cristales de plata (ganadora del VIII Premio Avelino Hernández), nos propone un viaje de ese orden, que nos llevará hasta el paupérrimo barrio de Mathare, en Nairobi, un conglomerado gigantesco de chabolas fabricadas con barro, desechos y chapas. Allí viven el narrador Kibwe Mwelu (que tiene 12 años cuando comienza esta historia, en 2009) y sus amigos Fatu (una niña despierta y de lengua rápida) y Rafiki (apodo bajo el que se esconde un vivaracho velocista, que sueña con ser el hombre más rápido de su país), rodeados por un ambiente de pobreza, bandas criminales (los grupos islámicos Al Shabab y Boko Haram, que rivalizan en sus acciones brutales de crímenes y violaciones), falta de agua corriente y ausencia de futuro.

Un día, aparece por allí una mujer singular que habrá de cambiar sus vidas: la fotógrafa escocesa Kyra Aislinn, que trabaja para National Geographic y que ha recorrido el mundo con “su caja de guardar imágenes” (como la define el joven Kibwe en la página 49). Su simpatía y su corazón puro la animan a poner en marcha una idea revolucionaria: entregar a los niños unas cámaras de fotos para que, con sus miradas limpias, registren todo lo que les parezca interesante de su mundo, y se conviertan así en “los ojos de Mathare” (p.73). El resultado llegará a convertirse en algo más (mucho más) que una propuesta artística: supondrá la revelación, para sus protagonistas y para quienes leemos su historia, de que una mirada limpia aprecia y selecciona la belleza, reduce el horror del entorno y mejora el mundo.

Con la grandeza habitual de su prosa, el autor lorquino nos permite pasearnos por un mundo africano donde imperan los gravámenes del infortunio (injusticia social, hambrunas, inundaciones, violencia religiosa), pero donde también puede florecer la esperanza, sobre todo si dejamos de considerar a sus países zonas “en vías de desarrollo” y comenzamos a verlos como “países que despiertan” (p.131). No se la pierdan.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

La hora zulú

 


Todo está a punto de saltar por los aires en esta tercera entrega de “Las crónicas del parásito”, de César Mallorquí. Quienes leímos los dos primeros tomos, titulados La estrategia del parásito (https://rubencastillo.blogspot.com/2025/08/la-estrategia-del-parasito.html) e Instrucciones para el fin del mundo (https://rubencastillo.blogspot.com/2025/09/manual-de-instrucciones-para-el-fin-del.html) nos quedamos con el pulso alterado y con el corazón encogido viendo cómo la IA llamada Miyazaki iba extendiendo sus tentáculos por Internet. Al principio, lo hizo de forma invisible, aparentando no existir; pero en los últimos meses da la impresión de que los camuflajes no le preocupan. Su poder es tan fastuoso que los disimulos ya no forman parte de su estrategia. Movido por el afán de controlar el mundo y eliminar de él a los seres humanos, sus estrategias se han vuelto horripilantes: empieza a matar a todos los hackers que se oponen a su despliegue; ha logrado que un laboratorio desarrolle una bacteria llamada Sokaris, cuyo índice de mortalidad es del 100%... ¿Cómo oponerse a semejante monstruo, cuya inteligencia supera a toda la raza humana?

Para descubrir el final de la historia, aquí tenemos La hora zulú, un cóctel narrativo lleno de sorpresas y adrenalina, en el que asistiremos a persecuciones a toda velocidad, entrenamientos militares, mafias rusas, robots que ponen los pelos de punta, disparos imposibles, emboscadas nocturnas, explosiones, virus informáticos de última tecnología y, sobre todo, el aroma inquietante que dejan en el ánimo del lector las últimas páginas, cuyo secreto no me permitiré ni siquiera insinuar.

Si quieren ustedes enganchar a un adolescente al mundo de los libros y están dudando qué autor elegir, César Mallorquí siempre ha sido una apuesta segura. Pero lo de esta trilogía, créanme, supera todo lo imaginable en cuanto a capacidad magnética. Apúntenselo y regálenla para cumpleaños, para santo, para aplaudir notas de la primera evaluación, para Navidades o, como decían los publicistas de aquellos bombones, porque hoy es hoy. Triunfarán.

martes, 23 de septiembre de 2025

La herida perpetua

 


Almudena Grandes, que nunca se escondió para exponer sus ideas, tampoco lo hace en estos artículos que, publicados en el diario El País, quedaron reunidos en el volumen La herida perpetua (Tusquets), el cual lleva el significativo subtítulo de “El problema de España y la regeneración del presente”. Porque, en efecto, esa es la temática nuclear del tomo: las miradas que esta escritora (que se define como republicana, feminista y del Atleti) deslizó sobre la situación política, social y económica de la España contemporánea. Semana a semana, fue mirando y pensando su entorno, y convirtió sus reflexiones en estas breves columnas, donde la actualidad va marcando la hoja de ruta de sus análisis: la cerrilidad de un PP que jamás ha condenado la dictadura franquista (“Para la normalización de nuestro país es imprescindible una derecha democrática y responsable, que renuncie al revanchismo”); la vuelta atrás en ciertos logros conseguidos tras décadas de insistencia (como el derecho al aborto); la necesidad de que todo el mundo tome conciencia de la importancia de una educación y una sanidad públicas sólidas y estables; la amarga situación en que España dejó en su momento al pueblo saharahui; la hipocresía del sistema bancario que, después de haber ganado miles de millones, culpa a los ciudadanos de la crisis del sistema y exige ser rescatado con dinero público; los manejos innobles de las cúpulas financieras, que parecen obstinadas en derribar la estabilidad del sistema (“Creo que no vivimos una crisis económica, sino un proceso sistemático de destrucción del Estado del bienestar”); su preocupación por “el invencible rodillo del neoliberalismo erigido en único pensamiento planetario”; la tristeza y la rabia de que sigan sin ser reivindicados y honrados todos los muertos que continúan, anónimos, en las cunetas españolas; o su estupefacción ante el hecho de que la política se haya convertido en “la profesión de unos señores que nunca se sienten obligados a reconocer que se han equivocado. Y esa es la mayor de las equivocaciones”. Y ojo también con la capacidad de la escritora madrileña para anticiparse a los acontecimientos de la política nacional: en su artículo “La ultraderecha enseña la oreja por primera vez” ya avisa sobre el peligro de un fascismo, el de VOX, que pronto se iba a convertir en peligrosa realidad.

Contundentes, arriesgados y polémicos, estos textos de Almudena Grandes nos permiten seguir escuchándola e incluso discutir respetuosamente con ella: es la gran magia de la literatura.

domingo, 21 de septiembre de 2025

La cinta verde


 

La elegancia. La elegancia narrativa de Víctor Colden. He pensado en muchos inicios posibles para esta nota de lectura de La cinta verde (Abada Editores), pero tras barajar media docena de posibilidades (que incluían referencias a la belleza literaria, a la melancolía, a la perfección sutil de los argumentos o a la solidez de sus personajes) he terminado volviendo a la palabra que giraba en mi cabeza desde el principio, como cifra y resumen, como aleph del tomo: elegancia.

Me adentré en el volumen con “Queda el río” y la historia de amor interrumpido entre Marcos y Nekane, que tuvo un segundo capítulo lánguido de gran belleza triste; luego escuché de labios de Ginés Valdoria el extraño sortilegio que un camarero pareció deslizar sobre él en un hotel parisino; más tarde, descubrí ese relato de admirable espontaneidad oral que se titula “Camanances” (el cual finge ser la transcripción de un largo mensaje de audio por WhatsApp); a continuación, me entristecí con las penalidades matrimoniales de Graciela, que vive entre los fríos de Islandia junto a un hombre del que ya no se encuentra enamorada como en los primeros tiempos; tras eso, sentí la respiración alterada mientras Ramón Ginebre vuelve a la vieja casa donde vivía con Mariola, para recuperar a tiempo unas pertenencias, antes de que el despecho las aniquile; y me emocioné con el ingenuo amor imposible de Manu; y también con los efluvios que emanaban de una cinta antigua, guardada en una pequeña caja de madera.

Con una asombrosa fluidez, el madrileño Víctor Colden nos va desgranando estas historias de un modo bellísimo, y produce la sensación (en mi caso, esa sensación ha sido muy enérgica) de que suspende el ruido que rodea al lector y lo hace vivir en y para el relato. Esa destreza, que no sé cómo diablos consigue, me resulta cautivadora, porque no solamente captura mi atención, sino que la retiene sin esfuerzo hasta que la última palabra del texto se apaga en mis ojos. Y justo en ese instante descubro que el cuento no ha concluido, sino que simplemente muta de estado: de la solidez negra de la tinta pasa a la transparencia gaseosa del recuerdo. Y ya me pertenece (y yo le pertenezco a él).

La cinta verde es una auténtica maravilla. Esta Navidad volveré a leer el libro, en cualquier tarde de frío y café. Espero que me acompañen.

viernes, 19 de septiembre de 2025

Gradus ad Parnassum


 

¿Estamos ante un “Manual para escritores”? No es razonable dudar de la palabra del autor, y el propio Manuel Fernández Labrada define así este tomo en la página 13; pero entiendo que la envergadura de Gradus ad Parnassum nos lleva más allá. Bastante más allá. Porque el jienense despliega en su interior una increíble disección del mundo literario, una autopsia realista, bien documentada, que revela las miasmas que burbujean bajo la apariencia satinada del éxito y que nos pone ante los ojos todos los ingredientes del peculiar mundillo de la escritura y la publicación: el autor obligado a convertirse en un mercader cansino, que disfraza con sonrisas y bromas su sofocante afán de comercial (a veces, ambulante, por ferias del libro, mercadillos y tenderetes), fatigosamente pesado en redes sociales y donante espléndido de likes en muros ajenos para recibir luego la devolución en el suyo; las estrategias que deben acometerse para redactar el capítulo de agradecimientos o la solapa; los mecanismos sibilinos que conducirán tu obra hasta las manos del crítico, el reseñista o el youtuber que mejor asperjará sobre ella sus lisonjas; los consejos que pueden servir para construirse una imagen “literaria” de impacto: desde la adopción de una mascota hasta la utilización de cuadernillos de apuntes, pasando por ese blog que será necesario mantener, esos sorteos de libros que en el fondo te resultarán más perjudiciales que útiles o los trucos para bautizar la obra con un título seductor y contundente.

Nada escapa a la atención de Manuel Fernández Labrada, que mezcla con singular eficacia el realismo con el humor (a veces agrio), la descripción con la sátira, el lamento con la ironía, la cultura con el pragmatismo. Y revela así un profundo conocimiento de la literatura y también una profunda y seria reflexión sobre el teatro mercantil de la literatura, con sus farsas, sus guiñoles y sus astracanadas, en una época “amiga del pelotazo, del triunfo fulgurante, del éxito absoluto” (p.115). Y donde se revela imprescindible la aceptación de que para la obtención de un triunfo literario no basta con el esfuerzo personal o con la calidad intrínseca de la escritura (“Todo escritor que aspire a conquistar la fama sin el auxilio de colegas, críticos y editores correrá parecida suerte a la de un arquitecto que pretendiera levantar una catedral con sus propias manos. Con el genio no basta”, pp.128-129).

Libro incómodo para numerosos escritores (que se verán retratados, y no sé si serán capaces de aplaudir el análisis, que tantos matices tristes o deprimentes incorpora), pero revelador y divertido para el público externo (que descubrirá ciertas verdades que, situadas ante sus ojos, quizá no había apreciado del todo). Y permítanme antes de acabar una confesión melancólica: dice el autor en la página 130: “Abandonar la escritura porque nuestros libros tienen poco éxito sería como renunciar a las vacaciones porque nadie quiere ver las fotos del viaje”. Yo reconozco que elegí esa renuncia. Pero contemplado dicho abandono desde el paso de los años, la verdad es que no me importa demasiado.

jueves, 18 de septiembre de 2025

Las malas películas

 


No es verdad, pese al tópico que quieren pregonar ciertos espíritus románticos, que los profesores influyamos de forma decisiva en la vida de nuestros alumnos: son tan variados, y tan diferentes, y tan enérgicos los estímulos que reciben (familia, amigos, medios de comunicación, redes sociales, ídolos deportivos o musicales) que afirmar de forma categórica que los profesores brillan de forma especial en ese entorno es tan aventurado como improbable. Pero sí es verdad que ciertos profesores dejan una huella muy profunda en ciertos alumnos, por razones tan variadas que resultaría una pérdida de tiempo detenerse en ellas.

En esta interesante novela de Pedro Ramos (Madrid, 1973) se nos cuenta una de esas historias de magia conectiva. De un lado, tenemos a Alfonso, un profesor con un presente normal (está en trámites de separación de su esposa, trabaja como interino de Lengua y Literatura, vive en un “piso de soltero”, es un lector apasionado), pero con un pasado más impregnado de nieblas, sobre todo por culpa de un padre alcohólico, que determinó su infancia. Del otro, tenemos a Marcos, un chico conflictivo que parece obstinado en comprar todas las papeletas para que le toque en la lotería un futuro turbulento: abusa de la velocidad en su moto, despliega una actitud provocadora en el instituto, coquetea con la amistad de ciertas personas poco recomendables, emplea un vocabulario soez… Como es lógico, esa actitud desafiante y macarra provoca que las expulsiones y la mala fama sean las etiquetas que más fácilmente se adhieren a su piel. Por fortuna, la llegada de Alfonso al instituto supondrá un cambio en su vida, porque este joven profesor cree advertir algo valioso dentro de Marcos, y comienza a prestarle libros para pulir su alma.

Añadamos a la hermosa adolescente Laura, que aspira a convertirse en bailarina de ballet y triunfar en Nueva York. Añadamos a la madre de Marcos, que se rebela contra las palizas que le propina el borracho de su marido. Añadamos una obra teatral que se está montando en el instituto. Añadamos a la profesora de música, Candela, con la que Alfonso parece que comienza a relacionarse de una forma más íntima. Y ahora, a todos esos ingredientes, añadan el buen hacer narrativo de un autor como Pedro Ramos. Seguro que les apetece probar ese cóctel. Si lo hacen, créanme, apurarán la copa.

martes, 16 de septiembre de 2025

A pedazos

 


Hay circunstancias en la vida que no estamos preparados para encajar. Podemos encajar (qué remedio) la muerte de un familiar o de un amigo, porque aunque resulte dolorosa forma parte de la sustancia de nuestra existencia. Pero ante el accidente nos encontramos desarmados, paralizados, perplejos: esa riada que nos deja sin hogar o, como en el caso del escritor Hanif Kureishi, ese golpe fortuito que te deja convertido en un ser tetrapléjico, incapaz de mover brazos o piernas. De ser una persona que puede realizar sin más reflexión y sin más esfuerzo todas las actividades cotidianas, ahora te resulta imposible caminar, comer, ir al aseo, ducharte, cepillar tus dientes, coger la taza de café, subir una simple escalera, rascarte cuando te pica. A él le ocurrió en una ciudad alejada de su Inglaterra natal (en Roma, concretamente), y eso complicó todavía más sus primeras semanas de atención hospitalaria, que debió cursarse entre personas con las que no se podía comunicar. El escritor de éxito (comenzó a alcanzar fama cuando escribió el guion de la película Mi hermosa lavandería, dirigida por Stephen Frears), de pronto, se convierte en un animalillo desvalido, al que deben asear, al que pinchan heparina, al que ayudan a evacuar mediante digitaciones anales y al que no pueden facilitar ningún tipo de esperanza sobre su recuperación futura. “Mis mecanismos de defensa, el buen ánimo y mi talente bromista no son suficientes para digerir todo esto: el olor a hospital, la desesperación, la incapacidad de aceptar mi situación, la permanente constatación de que soy un inválido. Me hundo en una desesperanza que jamás había sentido en mi vida”, dice con desgarro en la página 94 de estas memorias, que fue dictando a distintos familiares durante el año siguiente a su infortunio.

Ahora, traducido por Mauricio Bach, este volumen terrible es publicado por el sello Anagrama con el título de A pedazos y contiene, además de fragmentos de enorme amargura (“Estoy sufriendo más de lo que merezco”, p.153), otro tipo de anotaciones: aquellas en las que Kureishi reflexiona sobre el estado de la sanidad pública en el Reino Unido, sobre los cambios que ha observado en Europa durante las últimas décadas (“Por desgracia, la batalla por las libertades conquistadas en la década de los sesenta tiene que volver a librarse una y otra vez. A veces tengo la sensación de que hemos retrocedido”, p.102) e incluso líneas en las que advierte la bondad que emana de muchas personas de nuestro entorno, que parecen estar esperando la ocasión propicia para mostrar su cara más admirable (“La historia completa también incluye momentos de armonía, felicidad y la delicia de disfrutar de la compañía de otras personas. La gente desea entregarse a los demás; puede llegar a ser muy altruista. La amabilidad y la bondad no son muy espectaculares, pero están por todas partes”, p.122).

Una lectura intensa y nada angelical, donde Hanif Kureishi nos habla de drogas, de sexo, de mierda, de ideas suicidas, de egoísmo, de dependencia, de ira y de reconstitución, con una dureza que nos obliga a formularnos la más terrible de las preguntas: “¿Qué haría yo, en sus circunstancias?”.

domingo, 14 de septiembre de 2025

El color de los días

 



Siempre he sentido una especial fascinación por los héroes invisibles. Es decir, por aquellas personas a las que, pese a la importancia de su vivir o a la condición egregia de sus logros, rodea un aura de anonimato. Se llaman Juan, Carmen, Pepe, Rosa, Aquilino, Mercedes o José Ignacio. Y rara vez salen en la tele (si es que alguna vez lo hacen), porque no juegan en el Real Madrid, no trabajan como tertulianos sabelotodo, no protagonizan escándalos mediáticos y no posan en la prensa afirmando ser expertos en nada. Son la pura discreción; y eso, hoy, no se aplaude. Son médicos que salvan vidas en el quirófano; son veterinarios que emplean sus días, y a veces sus noches, en la tarea de cuidar a los animales; son barrenderos que cumplen con pundonor y orgullo su tarea higiénica; son policías que no quieren multar, sino ayudar y proteger. Los hay. Son más de los que parece.

Hoy quería hablarles de un tipo especial de esas personas: los viejos sindicalistas que, durante la dictadura, lucharon por libertades que ahora disfrutamos sin que, la mayor parte de las veces, les hayamos agradecido su entrega. La democracia no la trajo a España el rey Juan Carlos, ni la UCD. Previamente, hubo una lucha muy larga, muy ingrata, muy peligrosa, muy silenciada, de gentes que organizaron manifestaciones, recibieron porrazos de los grises, aguantaron bofetadas en la cárcel, imprimieron pasquines que tuvieron que proteger como si fueran alijos de droga, conformaron comités, protagonizaron huelgas terribles, discutieron sobre libros prohibidos y, en general, tuvieron que vivir (ellos y sus familias) mucho peor de lo que merecían. Esa vieja estirpe de luchadores es la que protagoniza las memorias que Juan Serrano publica bajo el título de El color de los días. En estas páginas, explicando su experiencia, el yeclano (que fue sacerdote, y luego pintor, y luego educador, y siempre sindicalista) nos retrata varias décadas de entrega, de amarguras, de oposición al franquismo, de lucha por las mejoras salariales de los trabajadores. Nos habla de su pertenencia a la USO (1970); de aquella breve manifestación en la que apenas pudieron caminar medio centenar de metros, antes de que cargara la policía (1972); de cómo celebró la muerte del dictador bebiendo vino y comiendo acelgas fritas (1975); y, en fin, de las mil asambleas, documentos, charlas y reivindicaciones en las que invirtió su tiempo, pensando siempre en cómo mejorar la vida de sus compañeros.

En ocasiones, el desánimo parece que está a punto de derrotarlo (“Hoy al ver tanto arribismo y cambio de chaquetas, me pregunto si mereció la pena tanto esfuerzo”, p.91); pero pronto se rehace, porque considera que algo quedará de su esfuerzo (“Como el granizo y la helada, que en un instante echan a perder el sudor del labriego, así tengo la sensación de que se han desperdiciado parte de aquellos esfuerzos de nuestra clandestinidad militante”, p.124). Sí, parte de aquello se perdió. Es lógico. Nunca hay victorias absolutas. Pero las personas como Juan Serrano y los amigos que cita en este libro dejaron plantadas unas semillas de luz que, quizá, no les hemos agradecido bastante. Una buena forma de hacerlo puede ser dedicar unos días a leer este libro, donde tantos esfuerzos, tantas lágrimas, tantas horas de entrega se resumen.

Como muestra, me voy a permitir recomendarles de forma especialmente intensa la anotación del 4 de marzo de 2012, donde Juan Serrano reflexiona (con fondo musical de “Te recuerdo, Amanda”) sobre la necesidad de no perder la memoria, de no dejar que nos arrebaten lo que sabemos que sucedió, y quiénes fueron los responsables, y cómo se humilló a quienes estaban en el “lado equivocado”. Si sienten la conmoción de ese texto (raro será que no sea así), acudan al resto del tomo.

Mi aplauso, puesto en pie, lo tiene.

sábado, 13 de septiembre de 2025

La reliquia olvidada

 


Desplacémonos hacia atrás en el tiempo. Muy, muy atrás. No tengamos miedo, porque el viaje será tan mágico como fascinante. Concretamente, vayamos hasta el año 1105. Bajo las ruinas del templo de Jerusalén, los monjes Hugo de Payens y Juan de Vézelay han sido capaces de encontrar dos asombrosas reliquias del cristianismo: la lanza con la que Longinus atravesó el costado de Jesús de Nazaret cuando estaba siendo martirizado en la cruz y el Santo Grial. Esos dos objetos de incalculable poder religioso no podían caer en las manos equivocadas, sino que debían ser protegidos, custodiados, escondidos de nuevo. La copa sagrada fue enviada a un remoto paraje de Escocia; y la lanza, para poder trasladarla mejor, sufrió su fragmentación en dos partes. Una de ellas fue trasladada hasta una isla. La otra terminó siendo escondida en una iglesia de Molina de Segura (Murcia).

Así arranca la trepidante novela La reliquia olvidada, que el escritor Alberto Vicente Fernández nos propone desde las páginas del sello Malbec, y en la cual los lectores tienen garantizadas una buena porción de misterios, sorpresas y aventuras, que incluyen la traición (la forma inicua en que Jacques de Molay es eliminado como cabeza visible de la Orden del Temple en 1307), el soborno (ese pago que garantiza que cierta nave se desvíe de su plan marítimo inicial para que unos monjes puedan desembarcar en una isla misteriosa), el asesinato sacrílego (esa emboscada que nos espera en el interior de una iglesia, y que nos pondrá los pelos de punta), la navegación extrema (para llegar hasta un misterioso punto situado en medio del mar, que los cartógrafos no coinciden en identificar como auténtico), las tumbas que esconden secretos espeluznantes, la espeleología (esa inquietante gruta por la que tienen que adentrarse los protagonistas en el tramo final del libro) o los enfrentamientos contra fuerzas oscuras, tenebrosas, sobrenaturales.

En este viaje terrible, que Alberto Vicente Fernández dibuja con precisión de geómetra y que se desarrolla por tierra, por mar y por el subsuelo, nos las vemos con viejas profecías, con manuscritos polvorientos, con personajes que esconden pliegues inesperados y con algunas (con bastantes) sorpresas. Así que preparen bien sus mochilas, llenen sus cantimploras con agua fresquita, cálcense buenas botas y, sin tardanza, abran la primera página de la novela. Van a pasar unas horas muy entretenidas, zarandeados por una historia absorbente.

viernes, 12 de septiembre de 2025

La profecía del abad negro

 


Ada Boyle es profesora de literatura y, cuando recibe una invitación para que se incorpore al claustro del Hampton College de Stoney, no se imagina la cadena de acontecimientos que van a confabularse para convertir su estancia en una terrible pesadilla: primero, porque la lluvia y los malos olores que rodean al centro de enseñanza (el cual se encuentra junto a un cementerio) son continuos; segundo, porque su directora (Mrs. Nora Gregson) no es precisamente la persona más simpática del mundo; y tercero, porque la casa donde tendrá que hospedarse es tan antigua como precaria. Pero lo peor no es nada de eso, sino las leyendas que circulan, en voz baja, sobre el misterioso abad negro que hubo en la localidad durante el siglo XIX y que, obsesionado con la idea de vencer a la muerte, se vio envuelto en oscuras ceremonias satánicas.

En principio, Ada no tendría por qué verse influida por esas viejas historias, pero cuando empieza a ver sombras en su jardín durante la noche, cuando descubre con zozobra que el armario de su dormitorio se abre solo mientras intenta conciliar el sueño o cuando depositan en el umbral de su puerta una biblia, su ánimo empezará a flaquear. El miedo empieza a erosionar su corazón. Y mucho más lo hará cuando empiecen a aparecer personas asesinadas, a quienes han arrancado los ojos y han dejado, en apariencia, sin sangre. Con la ayuda de dos enigmáticos chicos de la vecindad (los hermanos Fenton), Ada Boyle comprende que es necesario penetrar en las ruinas de la vieja abadía y bajar al más profundo de sus sótanos, con el fin de neutralizar esa fuerza oscura que amenaza la vida de Stoney.

Aunque se abusa de un cierto rango de vocabulario (palabras como “lúgubre”, “tétrico, “oscuro”, “lluvia” o “niebla” se repiten de forma más bien sofocante), el zaragozano José María Latorre despliega en estas páginas su habitual poderío narrativo, del que ya hemos dado cuenta en esta página con títulos como Codex nigrum (https://rubencastillo.blogspot.com/2019/09/codex-nigrum.html) o la espeluznante Después de muertos (https://rubencastillo.blogspot.com/2008/02/despus-de-muertos.html). La profecía del abad negro, publicada en 2012, sigue siendo una novela juvenil muy recomendable para quienes amen el terror.

jueves, 11 de septiembre de 2025

El rento

 


En El rento se nos presenta al matrimonio formado por Josefa y Antón, padres de Santa, que deben casi dos años de rento al Mayorajo, circunstancia inhabitual que este tolera porque quiere conseguir la mano de la chica, en una volición que tiene más de posesiva que de amatoria. Antón, atrapado en esta celada más bien angustiosa, de la que ignora los detalles, acata el fatalismo feudal climático, porque no le queda más remedio (“La mesmica puesta e sol c’ayer; mañana, aire, lo mesmo que hoy; y la tierra secándose más ca día… ca ves más dura”, acto I, escena I), pero se rebela orgullosamente contra el fatalismo feudal social, porque considera que este sí se puede subvertir (“¡He nacío emasiäo pronto pa mi manera e pensar! Pero otros vienen a la zaga que se encargarán d’apañarlo”, acto I, escena II). No obstante, la furia incontenida de su rebelión oral se diluye cuando Andrés, el Mayorajo, le pregunta con sequedad altanera si tiene quejas sobre él, porque entonces quien habla ya no es el revolucionario, sino el marido atemorizado, el padre responsable, que vela por su hogar y se traga el acíbar de la humillación: “Yo… yo no”, dice entonces (Acto I, escena IX).

Ese mismo espíritu rebelde es el que Santa, espoleada por el amor, exhibe sin recato para galvanizar a José, con vocablos heredados de su padre: “Que no es bajando la frente y aguantando sin rechistar la carga como el hombre s’indurta; pa argo lleva su arrojo y su coraje drento del pecho” (acto II, escena III). No es, pues, El rento una obra que podamos definir como conformista, sino que más bien es trazadora de nuevos senderos ideológicos, porque los personajes (y bastará un solo ejemplo para entender la cuestión), al contemplar el paraíso de la huerta en las lomas de La Arboleja, con su aluvión de colores y aromas, son conscientes de que tal prodigio ubérrimo tiene muy poco de divino y bastante de laboral: “Anque páece cosa de milagro, ¡es na más que obra de los hombres aquella maravilla de la güerta!” (Acto I, escena II).

Es verdad que durante la mayor parte de sus páginas se produce en la obra una acumulación de electricidad sentimental y social, cuajada de resignaciones y llanto, pero es forzoso reconocer que el auténtico mensaje se revela en las dos escenas últimas, con la descarga catártica de esa electricidad, que se ejecuta a través de las manos de José.

Una pieza dramática que se sigue leyendo con interés, pese al siglo largo que ha transcurrido desde su composición.

martes, 9 de septiembre de 2025

Manual de instrucciones para el fin del mundo

 


Se me acerca mi hijo Álvaro y me invita a subir a un avión, para realizar un vuelo. Yo, que confío en su criterio, subo las escalerillas de forma decidida y, antes de sentarme en mi butaca, descubro que el piloto de la nave es un hombre altísimo que se llama César Mallorquí. Pregunto entonces a la azafata qué nombre tiene el aparato y me dice que Manual de instrucciones para el fin del mundo. La miro con asombro: “¿La segunda parte de La estrategia del parásito?". Ella asiente y me ruega que me abroche el cinturón, porque el viaje va a comenzar. Tragando saliva, y mientras descubro a mi hijo saludándome desde la pista, lo hago.

En ese vuelo descubro millones de cosas, que resultaría imposible resumir aquí, pero de las que puedo darles algunas pistas (sin destripar nada): un grupo de hackers informáticos que se unen para luchar contra la amenaza que supone Miyazaki para la humanidad; un japonés que descubre su parte de culpa en el surgimiento del monstruo; la mafia rusa, que opta por sumarse al combate contra el parásito; refugios perdidos en mitad de bosques; misteriosas instalaciones en las que se almacenan peligros cuidadosamente embalados en cajas de cartón; un laboratorio donde se trabaja con una bacteria apocalíptica; sustos y disparos en mitad de la noche; persecuciones a toda velocidad por carreteras secundarias; y, por si todo eso les resultara insuficiente, el propio César Mallorquí y su esposa Pepa aparecen como personajes protagonistas en la novela… En serio, ¿necesitan más detalles para reservar un asiento junto al mío, en este avión?

Me perdonarán si continúo con mi fijación (y si no me perdonan me da lo mismo: soy terco como una mula): César es el Amo. El Jefe. El Rey. Narra como nadie. Atrapa como nadie. Así que cuando he llegado al aeropuerto y me he bajado de la aeronave, he telefoneado a mi hijo Álvaro y le he preguntado, con la respiración aún alterada, si hay continuación de esta historia. “Sí, papi”, me ha dicho. “Se titula La hora zulú”. He apuntado el título en mi moleskine. Ya tengo mi próxima compra decidida.

domingo, 7 de septiembre de 2025

La agonía de Proserpina

 


“No soy de los que se enrollan con cualquier cosa y no me gusta hablar de lo que suele hablar la gente. No soy como esos tipos que son capaces de pasarse todo el día pegando la hebra sin comprometerse, es decir, sin descubrirnos qué es lo que realmente piensan”. Así se expresa Juan en la página 73 de la novela La agonía de Proserpina, de Javier Tomeo. Y extraigo esa cita porque, en realidad, lo que el personaje parece estar haciendo durante toda la obra es hablar, hablar y hablar, saltando de tema en tema, por más absurdos que parezcan: el número de ventanas del edificio de enfrente, la hidrocefalia de los niños pobres, los números que se resfrían, la forma en que se deshuesa un cordero, la relación entre calvicie y potencia sexual, las cestas de mimbre, el simbolismo cromático de las flores, los sueños, los teléfonos que suenan de madrugada, los francotiradores… Anita, que lo escucha con desconcierto (mientras bebe ron, le hace insinuaciones sexuales o se lía un porro), no sabe muy bien por dónde van los tiros, pero esta novela de madrugada (se desarrolla desde la hora de cenar hasta el amanecer) va poco a poco entregándonos su secreto: Juan está convencido de que ella le ha sido infiel y ha decidido castigarla. Quiere, no obstante, que la mujer lo admita. Quiere oírlo de sus labios. Y todo el juego de las conversaciones absurdas va conduciendo con lentitud hasta ese delta confesional.

¿Forma parte de las novelas espléndidas de Javier Tomeo o, por el contrario, se encuentra entre esos libros que, para decirlo con las palabras de su amigo Ignacio Martínez de Pisón, “se podía haber ahorrado”? Como es lógico, ese detalle tendrá que decidirlo cada persona que lea la obra. Tomeo produce irritaciones y aplausos a partes iguales. Hay que leer la novela para decidir en qué platillo de la balanza nos situamos esta vez.

viernes, 5 de septiembre de 2025

La investigación

 


Todo parece muy claro cuando se inicia la novela La investigación, de Philippe Claudel (que leo en la traducción de José Antonio Soriano para el sello barcelonés Salamandra): un personaje llega hasta una lejana localidad con la delicada misión administrativa de averiguar qué está pasando en la Empresa, donde una veintena de trabajadores han optado por el suicidio. Ese arranque parece situarnos ante un planteamiento policial, pero pronto el relato se va oscureciendo, porque el Investigador comienza a verse sometido a todo tipo de situaciones extrañas: el guardia de vigilancia no le deja pasar, porque carece de una “Autorización Excepcional”; en el hotel donde se hospeda le requisan sus documentos y lo instalan en un cuarto lamentable (es diminuto, no funcionan los grifos, carece de suministro eléctrico); lo importunan con llamadas telefónicas angustiosas… Aturdido con estas trabas, pronto lo estará mucho más, cuando todos los tipos con los que se cruza (un Policía, un Responsable de la Empresa, un Guía) parezcan tener una única misión en la vida: someterlo a interrogatorios absurdos, amedrentarlo, provocarle todo tipo de desorientaciones. En suma, impedirle que cumpla con su misión. En un crescendo delirante (que no detallaré, para que cada lector pueda disfrutar y sufrir personalmente con el trayecto de la novela), el Investigador terminará por dudar de todo y de todos; incluso de sí mismo.

Estas atmósferas de pesadilla, que adquieren ropajes y formulaciones variadas a lo largo de la obra, se van sucediendo con implacable sofoco y se desarrollan de noche o a la luz del día, en el cuarto del hotel o en la oficina donde lo han dejado solo, ante la garita del guardia bajo la lluvia o rodeado por un desierto asfixiante al final, en el comedor o en un cuarto de baño tan fastuoso como demencial. El Investigador es sometido, de forma continua, a una auténtica tortura medieval, que va cambiando de modos y de estrategias. Ahora bien, ¿por qué? ¿Quién o qué está empeñándose en perturbarlo y amargarle la vida? ¿Se trata de una vigilancia consciente o responde a supuestos más delirantes y surrealistas? “Todo lo que le estaba pasando desde que había llegado a aquella ciudad era una absoluta pesadilla. Sólo podía ser eso. ¿Qué si no? Nada. Una pesadilla. Una pesadilla que parecía no terminar y de un realismo diabólicamente refinado, complejo y retorcido”, se lee en el capítulo 24. Quizá por eso los comentaristas que se han ocupado de esta obra han hablado insistentemente de Kafka, de Alfred Jarry o de Jean-Paul Sartre. Son referencias bien fundadas. Pero igualmente podríamos recordar las geometrías desoladas de Giorgio de Chirico o ciertas narraciones claustrofóbicas de Javier Tomeo.

Me convence mi segunda aproximación a Philippe Claudel. Volveré.

jueves, 4 de septiembre de 2025

No sabe del amor quien vuelve vivo

 


Vuelvo (como siempre he hecho, como siempre haré) a la literatura de Miguel Sánchez Robles, que esta vez nos entrega un bodegón de relatos que, en su mayor parte, obtuvieron premios en concursos de toda España. Como intuía, esta feliz navegación por sus páginas me produce embriaguez, sobre todo por la forma que el autor tiene de mirar a los personajes periféricos: aquellos que no encajan en la existencia, que se formulan preguntas y que brillan por su anomalía extravagante. Miguel observa con infinita atención a esos seres marginales, puros, cuyo corazón y cuyo cerebro no pertenecen a la “normalidad” (entendida esta como el estado de sopor en que viven quienes nunca levantan el dedo, o deciden estar tristes, o circulan por carriles prohibidos, o pasean llorando bajo la lluvia).

Frente a la grisácea planicie de lo cotidiano, los personajes que le gustan a Miguel jamás son ortopédicos ni banales: miran lo que no mira nadie, escuchan lo que nadie escucha, buscan el imposible. Han sido arrojados a la existencia, como seres imaginados por Emil Cioran o Jean-Paul Sartre, y son señalados por los demás, que temen su herejía lúcida y la luz de sus iris nunca narcotizados. Son criaturas que se atreven, que rondan las cosas desde el otro lado (como decía García Lorca del poeta); y que, quizá por eso mismo, reciben el desprecio, la burla o, en el mejor de los casos, la conmiseración de sus semejantes.

Dueño de un universo poderoso y particular, el caravaqueño vuelve a invitarnos para que entremos en él y conozcamos a Elena María Débora, quien sospecha que el mundo es un lugar siniestro que se encuentra al borde del colapso; a Celia Narboni, cuyo infierno doméstico no es sospechado ni siquiera por su mejor amigo; a Rosa, que colorea el sinsentido de su vida acudiendo al zoo, donde ansía volver a encontrar al desconocido que le regaló el beso más hermoso del mundo; a Helia, que parecía un ángel pálido; o a la Espartaca, que parece vivir siempre en el misterioso país de las lágrimas. Seres vulnerables, heridos, que caminan por los bordes de acantilados vertiginosos y que sienten la atracción desgarradora del oleaje que ruge abajo. En esos paisajes de infortunio y de inadaptación burbujean las criaturas de Miguel Sánchez Robles, quien las mira con una oceánica ternura inútil. Cómo no quedar prendado de sus relatos. Es único.

martes, 2 de septiembre de 2025

Tres cucharadas de lentejas

 


Hace medio millón de años, leí un libro de Camilo José Cela (juraría que fue su Tobogán de hambrientos: lo tendría que releer para asegurarme) que se basaba en un procedimiento muy curioso: el narrador se fijaba en un personaje de la calle, lo describía, lo iba siguiendo y, cuando se cruzaba con otro, cambiaba de objetivo y se ponía a describir y seguir a esa nueva figura. El resultado era un zigzagueo ágil, simpático y que, a la postre, configuraba una estupenda metáfora de la ciudad. Ahora, el mercero y escritor Paco López Mengual se acerca a ese procedimiento en su último libro, titulado Tres cucharadas de lentejas, porque comienza a hablar de un tema, ese lo lleva a otro, que a su vez lo conduce a otro, y así sucesivamente, enhebrando un discurso seductor, autobiográfico, lleno de chispa y anécdotas, que entiendo que retrata de forma fabulosa al Paco íntimo, coloquial, dicharachero y cercanísimo, al que tanto gusto da escuchar en las distancias cortas.

Avanzando por sus páginas, entre sonrisas y asombros, descubrimos quién fue para él el mejor escritor español del siglo XX (lo dictamina en la página 47); que se inició en el mundo de la escritura ya pasados los cuarenta años; que prefiere los libros en papel frente a los modernos ebooks; que, siendo agnóstico, siente auténtico interés por la liturgia católica y por la vida y milagros de algunos santos (en especial, Ramón Nonato, Pascual Bailón y el insospechado san Genarín); que un conejo puede ser confundido con un fantasma, en la Noche de Ánimas; que su devoción por la sangre frita es absoluta (y que su menú preferido consiste en un pastel de carne, olivas de Cieza y una cerveza); que las Lagunas de Campotéjar contienen más secretos (literarios y ecológicos) de lo que parece; que conoció a Diego López, el artista que pintó una montaña de color azul para combatir al Maligno; que muy cerca de su casa vive Ángel Valero, vecino de Lorquí que llegó a ser rey entre los miembros de una tribu de caníbales en América del Sur; y que una vecina de Molina se quedó embarazada de un extraterrestre. Como se puede ver, todo un espectáculo de anécdotas, sonrisas y perplejidades, que brillan con la gracia oral insuperable que siempre exhibe el autor.

¿Qué es, entonces, Tres cucharadas de lentejas? Un crítico especialmente meticuloso podría vacilar a la hora de adherirle una etiqueta al tomo, que participa de muchos géneros a la vez. Pero el lector no experimentará dudas de ningún tipo: este libro es Paco. Pura y simplemente Paco. Ya está dicho todo. Y, por supuesto, al terminar la obra descubrimos con asombro que nos hemos terminado hasta la última lenteja del plato. Como debe ser.

lunes, 1 de septiembre de 2025

Misión Estambul

 


Ninguno de los libros que he leído del yeclano José Luis Castillo-Puche ha tenido la enojosa idea de defraudarme; y tampoco lo ha hecho Misión Estambul, pese a que la temática de la obra se apartaba mucho (muchísimo) de los territorios en los que el novelista solía concentrar su atención narrativa: los problemas de la fe, el autobiografismo, la guerra civil, las reflexiones existenciales. En esta obra, un agente secreto (cuya procedencia geográfica es murciana, según se nos desliza en el capítulo III, y cuyo apellido no conocemos hasta que faltan un par de páginas para que la obra concluya: Castillo) es enviado a Turquía con un objetivo tan claro como nebuloso: debe permitir que le quiten el cinturón que lleva puesto en los pantalones y que contiene… algo. No se le informa de qué. No pertenece al ámbito de sus incumbencias. Simplemente tiene que permanecer en Estambul durante dos, tres o las semanas que sean necesarias, hasta que alguien le arrebate esa prenda.

El viaje llega a su primera escala en Roma, donde Castillo encuentra al pintor murciano Carpe (el guiño del autor es clarísimo: Antonio Hernández Carpe, gran artista plástico de Espinardo, se encontraba viviendo en Roma justamente en 1954, fecha de composición de la novela), que lo acompaña en una serie de viajes en coche y fiestas estrafalarias, junto a otros pintores y escultores (“Los seres más tercos y mandones del mundo son los artistas”, cap. II). Logra escabullirse y se sube al avión que lo llevará a Estambul. A partir de ese momento, todo son a su alrededor nieblas, sospechas e incertidumbres: personas que se sientan junto a él y que le dan conversación; siluetas que lo siguen por las calles; taxistas más bien enigmáticos, que lo conducen por las callejuelas de la ciudad. Y Castillo no sabe muy bien qué pensar o cómo actuar. ¿Cómo descubrir, a ciencia cierta, quién es el contacto que se ocupará de llevar a buen término su misión? “Llegué a pensar, viendo como toda la ciudad se agitaba indiferente a mi agobio, que acaso con el tiempo tendría que ir con el cinturón en la mano exhibiéndolo escandalosamente por si alguien quería cogerlo”, nos dice con desconcierto en el capítulo V.

Añadamos un simpático lapsus de impresión: en la edición que utilizo (Emiliano Escolar, 1982), la página 88 nos informa de un personaje que, tras pasar una mala noche, “tenía aspecto poco saludable y las orejas se le marcaban profundas”.

He aquí un Castillo-Puche anómalo desde el punto de vista temático, pero tan convincente y sólido como acostumbra. Siempre es un placer leerlo.