“No
soy de los que se enrollan con cualquier cosa y no me gusta hablar de lo que
suele hablar la gente. No soy como esos tipos que son capaces de pasarse todo
el día pegando la hebra sin comprometerse, es decir, sin descubrirnos qué es lo
que realmente piensan”. Así se expresa Juan en la página 73 de la novela La
agonía de Proserpina, de Javier Tomeo. Y extraigo esa cita porque, en
realidad, lo que el personaje parece estar haciendo durante toda la obra es
hablar, hablar y hablar, saltando de tema en tema, por más absurdos que
parezcan: el número de ventanas del edificio de enfrente, la hidrocefalia de
los niños pobres, los números que se resfrían, la forma en que se deshuesa un
cordero, la relación entre calvicie y potencia sexual, las cestas de mimbre, el
simbolismo cromático de las flores, los sueños, los teléfonos que suenan de
madrugada, los francotiradores… Anita, que lo escucha con desconcierto (mientras
bebe ron, le hace insinuaciones sexuales o se lía un porro), no sabe muy bien
por dónde van los tiros, pero esta novela de madrugada (se desarrolla desde la
hora de cenar hasta el amanecer) va poco a poco entregándonos su secreto: Juan
está convencido de que ella le ha sido infiel y ha decidido castigarla. Quiere,
no obstante, que la mujer lo admita. Quiere oírlo de sus labios. Y todo el
juego de las conversaciones absurdas va conduciendo con lentitud hasta ese
delta confesional.
¿Forma parte de las novelas espléndidas de Javier Tomeo o, por el contrario, se encuentra entre esos libros que, para decirlo con las palabras de su amigo Ignacio Martínez de Pisón, “se podía haber ahorrado”? Como es lógico, ese detalle tendrá que decidirlo cada persona que lea la obra. Tomeo produce irritaciones y aplausos a partes iguales. Hay que leer la novela para decidir en qué platillo de la balanza nos situamos esta vez.
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