No
sabría precisar con exactitud la fecha en que comencé a leer a Jorge Luis
Borges, pero calculo que hacia 1987. Diría que fueron uno o dos cuentos
sueltos. Tal vez algún poema. Más tarde, hacia 1988-1989, tuve la suerte de
tener como profesor a un excelente conocedor de su obra, Vicente Cervera
Salinas, que me abrió el hambre por devorar, como después hice, la mayor parte
de sus libros. Hace muy pocos días, la editorial Cátedra tuvo la generosidad de
enviarme el tomo Jorge Luis Borges. Un destino literario, del profesor
argentino Lucas Adur; y paseándome por sus páginas, y subrayándolas, y
llenándolas de notas y de asteriscos en los bordes, he vuelto a sentir la
fascinación por la figura gigantesca del autor de El Aleph.
Lo
he visto, tartamudo y con gafas, cuando era niño. He conocido muchos detalles
que ignoraba de su bisabuelo Isidoro Suárez, héroe en la carga militar de Junín,
y de su abuela Fanny Haslam, lectora minuciosa de la Biblia. He descubierto su entusiasmo
juvenil por la revolución soviética, que “no fue, entonces, tan efímero ni
inespecífico como quiso recordar años después, desde una posición política muy
distinta” (según anota Adur en la p.74). He tenido acceso a un buen resumen de
su atribulada iniciación erótica en un prostíbulo, en el verano de 1918, de la mano
de su padre. He aprendido que en su época juvenil no era un sabio apacible y
encerrado en la biblioteca, sino un muchacho muy activo en tertulias, cenas,
paseos y homenajes a escritores (“Bailaba tangos y milongas, fumaba, bebía con
cierta frecuencia y era capaz de discutir a los gritos o hasta agarrarse a
golpes en el fragor de aquellas noches”, p.163). He conocido detalles jugosos
de su amistad con Xul Solar, Alfonso Reyes, Macedonio Fernández o Cansinos-Assens,
aparte de su relación simbiótica y entrañable con Adolfo Bioy. He corroborado
la imagen que tenía de Borges como un enemigo acérrimo de Perón (aunque
descubro con asombro que la amenaza de ser nombrado “inspector de aves” quizá
pertenezca más a una leyenda fabricada por el propio escritor que a una
realidad: el profesor Adur sostiene que no existe constancia de ese
nombramiento y que todo apunta a una invención de Borges para disfrazarse
irónicamente de víctima). Y subrayo con asombro la identidad del profesor de
literatura que consiguió que el gran maestro argentino redactase un prólogo
para un libro de cuentos escritos por sus alumnos adolescentes (en la página
450 nos espera la gran sorpresa de descubrir su nombre).
Además,
los infinitos viajes de Borges por todo el mundo, los infinitos premios que le
fueron otorgados (se pierde la cuenta de los doctorados honoris causa), los
infinitos enamoramientos “blancos” (Bioy dixit) que experimentó durante su vida
o las polémicas que, adventiciamente, fue gestando o se fueron adhiriendo a su
leyenda.
El resultado final es un volumen espléndido, rico, poliédrico, que entiendo que alcanza la categoría de imprescindible para quienes amamos al Maestro.
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