En
El rento se nos presenta al matrimonio formado por Josefa y Antón,
padres de Santa, que deben casi dos años de rento al Mayorajo, circunstancia
inhabitual que este tolera porque quiere conseguir la mano de la chica, en una
volición que tiene más de posesiva que de amatoria. Antón, atrapado en esta
celada más bien angustiosa, de la que ignora los detalles, acata el fatalismo
feudal climático, porque no le queda más remedio (“La mesmica puesta e
sol c’ayer; mañana, aire, lo mesmo que hoy; y la tierra secándose
más ca día… ca ves más dura”, acto I, escena I), pero se rebela
orgullosamente contra el fatalismo feudal social, porque considera que este sí
se puede subvertir (“¡He nacío emasiäo pronto pa mi manera e
pensar! Pero otros vienen a la zaga que se encargarán d’apañarlo”, acto
I, escena II). No obstante, la furia incontenida de su rebelión oral se diluye
cuando Andrés, el Mayorajo, le pregunta con sequedad altanera si tiene quejas
sobre él, porque entonces quien habla ya no es el revolucionario, sino el
marido atemorizado, el padre responsable, que vela por su hogar y se traga el
acíbar de la humillación: “Yo… yo no”, dice entonces (Acto I, escena IX).
Ese
mismo espíritu rebelde es el que Santa, espoleada por el amor, exhibe sin
recato para galvanizar a José, con vocablos heredados de su padre: “Que no es
bajando la frente y aguantando sin rechistar la carga como el hombre s’indurta;
pa argo lleva su arrojo y su coraje drento del pecho” (acto II,
escena III). No es, pues, El rento una obra que podamos definir como
conformista, sino que más bien es trazadora de nuevos senderos ideológicos,
porque los personajes (y bastará un solo ejemplo para entender la cuestión), al
contemplar el paraíso de la huerta en las lomas de La Arboleja, con su aluvión
de colores y aromas, son conscientes de que tal prodigio ubérrimo tiene muy
poco de divino y bastante de laboral: “Anque páece cosa de milagro, ¡es na
más que obra de los hombres aquella maravilla de la güerta!” (Acto I,
escena II).
Es
verdad que durante la mayor parte de sus páginas se produce en la obra una
acumulación de electricidad sentimental y social, cuajada de resignaciones y
llanto, pero es forzoso reconocer que el auténtico mensaje se revela en las dos
escenas últimas, con la descarga catártica de esa electricidad, que se ejecuta
a través de las manos de José.
Una pieza dramática que se sigue leyendo con interés, pese al siglo largo que ha transcurrido desde su composición.
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