domingo, 14 de septiembre de 2025

El color de los días

 




Siempre he sentido una especial fascinación por los héroes invisibles. Es decir, por aquellas personas a las que, pese a la importancia de su vivir o a la condición egregia de sus logros, rodea un aura de anonimato. Se llaman Juan, Carmen, Pepe, Rosa, Aquilino, Mercedes o José Ignacio. Y rara vez salen en la tele (si es que alguna vez lo hacen), porque no juegan en el Real Madrid, no trabajan como tertulianos sabelotodo, no protagonizan escándalos mediáticos y no posan en la prensa afirmando ser expertos en nada. Son la pura discreción; y eso, hoy, no se aplaude. Son médicos que salvan vidas en el quirófano; son veterinarios que emplean sus días, y a veces sus noches, en la tarea de cuidar a los animales; son barrenderos que cumplen con pundonor y orgullo su tarea higiénica; son policías que no quieren multar, sino ayudar y proteger. Los hay. Son más de los que parece.

Hoy quería hablarles de un tipo especial de esas personas: los viejos sindicalistas que, durante la dictadura, lucharon por libertades que ahora disfrutamos sin que, la mayor parte de las veces, les hayamos agradecido su entrega. La democracia no la trajo a España el rey Juan Carlos, ni la UCD. Previamente, hubo una lucha muy larga, muy ingrata, muy peligrosa, muy silenciada, de gentes que organizaron manifestaciones, recibieron porrazos de los grises, aguantaron bofetadas en la cárcel, imprimieron pasquines que tuvieron que proteger como si fueran alijos de droga, conformaron comités, protagonizaron huelgas terribles, discutieron sobre libros prohibidos y, en general, tuvieron que vivir (ellos y sus familias) mucho peor de lo que merecían. Esa vieja estirpe de luchadores es la que protagoniza las memorias que Juan Serrano publica bajo el título de El color de los días. En estas páginas, explicando su experiencia, el yeclano (que fue sacerdote, y luego pintor, y luego educador, y siempre sindicalista) nos retrata varias décadas de entrega, de amarguras, de oposición al franquismo, de lucha por las mejoras salariales de los trabajadores. Nos habla de su pertenencia a la USO (1970); de aquella breve manifestación en la que apenas pudieron caminar medio centenar de metros, antes de que cargara la policía (1972); de cómo celebró la muerte del dictador bebiendo vino y comiendo acelgas fritas (1975); y, en fin, de las mil asambleas, documentos, charlas y reivindicaciones en las que invirtió su tiempo, pensando siempre en cómo mejorar la vida de sus compañeros.

En ocasiones, el desánimo parece que está a punto de derrotarlo (“Hoy al ver tanto arribismo y cambio de chaquetas, me pregunto si mereció la pena tanto esfuerzo”, p.91); pero pronto se rehace, porque considera que algo quedará de su esfuerzo (“Como el granizo y la helada, que en un instante echan a perder el sudor del labriego, así tengo la sensación de que se han desperdiciado parte de aquellos esfuerzos de nuestra clandestinidad militante”, p.124). Sí, parte de aquello se perdió. Es lógico. Nunca hay victorias absolutas. Pero las personas como Juan Serrano y los amigos que cita en este libro dejaron plantadas unas semillas de luz que, quizá, no les hemos agradecido bastante. Una buena forma de hacerlo puede ser dedicar unos días a leer este libro, donde tantos esfuerzos, tantas lágrimas, tantas horas de entrega se resumen.

Como muestra, me voy a permitir recomendarles de forma especialmente intensa la anotación del 4 de marzo de 2012, donde Juan Serrano reflexiona (con fondo musical de “Te recuerdo, Amanda”) sobre la necesidad de no perder la memoria, de no dejar que nos arrebaten lo que sabemos que sucedió, y quiénes fueron los responsables, y cómo se humilló a quienes estaban en el “lado equivocado”. Si sienten la conmoción de ese texto (raro será que no sea así), acudan al resto del tomo.

Mi aplauso, puesto en pie, lo tiene.

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