Siempre
he sentido una especial fascinación por los héroes invisibles. Es decir, por
aquellas personas a las que, pese a la importancia de su vivir o a la condición
egregia de sus logros, rodea un aura de anonimato. Se llaman Juan, Carmen,
Pepe, Rosa, Aquilino, Mercedes o José Ignacio. Y rara vez salen en la tele
(si es que alguna vez lo hacen), porque no juegan en el Real Madrid, no
trabajan como tertulianos sabelotodo, no protagonizan escándalos mediáticos y
no posan en la prensa afirmando ser expertos en nada. Son la pura discreción; y
eso, hoy, no se aplaude. Son médicos que salvan vidas en el quirófano; son
veterinarios que emplean sus días, y a veces sus noches, en la tarea de cuidar
a los animales; son barrenderos que cumplen con pundonor y orgullo su tarea
higiénica; son policías que no quieren multar, sino ayudar y proteger. Los hay.
Son más de los que parece.
Hoy
quería hablarles de un tipo especial de esas personas: los viejos sindicalistas
que, durante la dictadura, lucharon por libertades que ahora disfrutamos sin
que, la mayor parte de las veces, les hayamos agradecido su entrega. La
democracia no la trajo a España el rey Juan Carlos, ni la UCD. Previamente,
hubo una lucha muy larga, muy ingrata, muy peligrosa, muy silenciada, de gentes
que organizaron manifestaciones, recibieron porrazos de los grises, aguantaron
bofetadas en la cárcel, imprimieron pasquines que tuvieron que proteger como si
fueran alijos de droga, conformaron comités, protagonizaron huelgas terribles,
discutieron sobre libros prohibidos y, en general, tuvieron que vivir (ellos y
sus familias) mucho peor de lo que merecían. Esa vieja estirpe de luchadores es
la que protagoniza las memorias que Juan Serrano publica bajo el título de El
color de los días. En estas páginas, explicando su experiencia, el yeclano
(que fue sacerdote, y luego pintor, y luego educador, y siempre sindicalista)
nos retrata varias décadas de entrega, de amarguras, de oposición al
franquismo, de lucha por las mejoras salariales de los trabajadores. Nos habla
de su pertenencia a la USO (1970); de aquella breve manifestación en la que
apenas pudieron caminar medio centenar de metros, antes de que cargara la
policía (1972); de cómo celebró la muerte del dictador bebiendo vino y comiendo
acelgas fritas (1975); y, en fin, de las mil asambleas, documentos, charlas y
reivindicaciones en las que invirtió su tiempo, pensando siempre en cómo
mejorar la vida de sus compañeros.
En
ocasiones, el desánimo parece que está a punto de derrotarlo (“Hoy al ver tanto
arribismo y cambio de chaquetas, me pregunto si mereció la pena tanto esfuerzo”,
p.91); pero pronto se rehace, porque considera que algo quedará de su esfuerzo
(“Como el granizo y la helada, que en un instante echan a perder el sudor del
labriego, así tengo la sensación de que se han desperdiciado parte de aquellos
esfuerzos de nuestra clandestinidad militante”, p.124). Sí, parte de
aquello se perdió. Es lógico. Nunca hay victorias absolutas. Pero las personas
como Juan Serrano y los amigos que cita en este libro dejaron plantadas unas
semillas de luz que, quizá, no les hemos agradecido bastante. Una buena forma
de hacerlo puede ser dedicar unos días a leer este libro, donde tantos
esfuerzos, tantas lágrimas, tantas horas de entrega se resumen.
Como
muestra, me voy a permitir recomendarles de forma especialmente intensa la
anotación del 4 de marzo de 2012, donde Juan Serrano reflexiona (con fondo
musical de “Te recuerdo, Amanda”) sobre la necesidad de no perder la memoria,
de no dejar que nos arrebaten lo que sabemos que sucedió, y quiénes fueron los
responsables, y cómo se humilló a quienes estaban en el “lado equivocado”. Si
sienten la conmoción de ese texto (raro será que no sea así), acudan al resto
del tomo.
Mi aplauso, puesto en pie, lo tiene.
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