Ninguno
de los libros que he leído del yeclano José Luis Castillo-Puche ha tenido la
enojosa idea de defraudarme; y tampoco lo ha hecho Misión a Estambul,
pese a que la temática de la obra se apartaba mucho (muchísimo) de los
territorios en los que el novelista solía concentrar su atención narrativa: los
problemas de la fe, el autobiografismo, la guerra civil, las reflexiones
existenciales. En esta obra, un agente secreto (cuya procedencia geográfica es
murciana, según se nos desliza en el capítulo III, y cuyo apellido no conocemos
hasta que faltan un par de páginas para que la obra concluya: Castillo) es
enviado a Turquía con un objetivo tan claro como nebuloso: debe permitir que le
quiten el cinturón que lleva puesto en los pantalones y que contiene… algo. No
se le informa de qué. No pertenece al ámbito de sus incumbencias. Simplemente
tiene que permanecer en Estambul durante dos, tres o las semanas que sean
necesarias, hasta que alguien le arrebate esa prenda.
El
viaje llega a su primera escala en Roma, donde Castillo encuentra al pintor
murciano Carpe (el guiño del autor es clarísimo: Antonio Hernández Carpe, gran
artista plástico de Espinardo, se encontraba viviendo en Roma justamente en
1954, fecha de composición de la novela), que lo acompaña en una serie de
viajes en coche y fiestas estrafalarias, junto a otros pintores y escultores (“Los
seres más tercos y mandones del mundo son los artistas”, cap. II). Logra
escabullirse y se sube el avión que lo llevará a Estambul. A partir de ese
momento, todo son a su alrededor nieblas, sospechas e incertidumbres: personas
que se sientan junto a él y que le dan conversación; siluetas que lo siguen por
las calles; taxistas más bien enigmáticos, que lo conducen por las callejuelas
de la ciudad. Y Castillo no sabe muy bien qué pensar o cómo actuar. ¿Cómo
descubrir, a ciencia cierta, quién es el contacto que se ocupará de llevar a
buen término su misión? “Llegué a pensar, viendo como toda la ciudad se agitaba
indiferente a mi agobio, que acaso con el tiempo tendría que ir con el cinturón
en la mano exhibiéndolo escandalosamente por si alguien quería cogerlo”, nos
dice con desconcierto en el capítulo V.
Añadamos
un simpático lapsus de impresión: en la edición que utilizo (Emiliano Escolar,
1982), la página 88 nos informa de un personaje que, tras pasar una mala noche,
“tenía aspecto poco saludable y las orejas se le marcaban profundas”.
He aquí un Castillo-Puche anómalo desde el punto de vista temático, pero tan convincente y sólido como acostumbra. Siempre es un placer leerlo.
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