lunes, 1 de septiembre de 2025

Misión a Estambul

 


Ninguno de los libros que he leído del yeclano José Luis Castillo-Puche ha tenido la enojosa idea de defraudarme; y tampoco lo ha hecho Misión a Estambul, pese a que la temática de la obra se apartaba mucho (muchísimo) de los territorios en los que el novelista solía concentrar su atención narrativa: los problemas de la fe, el autobiografismo, la guerra civil, las reflexiones existenciales. En esta obra, un agente secreto (cuya procedencia geográfica es murciana, según se nos desliza en el capítulo III, y cuyo apellido no conocemos hasta que faltan un par de páginas para que la obra concluya: Castillo) es enviado a Turquía con un objetivo tan claro como nebuloso: debe permitir que le quiten el cinturón que lleva puesto en los pantalones y que contiene… algo. No se le informa de qué. No pertenece al ámbito de sus incumbencias. Simplemente tiene que permanecer en Estambul durante dos, tres o las semanas que sean necesarias, hasta que alguien le arrebate esa prenda.

El viaje llega a su primera escala en Roma, donde Castillo encuentra al pintor murciano Carpe (el guiño del autor es clarísimo: Antonio Hernández Carpe, gran artista plástico de Espinardo, se encontraba viviendo en Roma justamente en 1954, fecha de composición de la novela), que lo acompaña en una serie de viajes en coche y fiestas estrafalarias, junto a otros pintores y escultores (“Los seres más tercos y mandones del mundo son los artistas”, cap. II). Logra escabullirse y se sube el avión que lo llevará a Estambul. A partir de ese momento, todo son a su alrededor nieblas, sospechas e incertidumbres: personas que se sientan junto a él y que le dan conversación; siluetas que lo siguen por las calles; taxistas más bien enigmáticos, que lo conducen por las callejuelas de la ciudad. Y Castillo no sabe muy bien qué pensar o cómo actuar. ¿Cómo descubrir, a ciencia cierta, quién es el contacto que se ocupará de llevar a buen término su misión? “Llegué a pensar, viendo como toda la ciudad se agitaba indiferente a mi agobio, que acaso con el tiempo tendría que ir con el cinturón en la mano exhibiéndolo escandalosamente por si alguien quería cogerlo”, nos dice con desconcierto en el capítulo V.

Añadamos un simpático lapsus de impresión: en la edición que utilizo (Emiliano Escolar, 1982), la página 88 nos informa de un personaje que, tras pasar una mala noche, “tenía aspecto poco saludable y las orejas se le marcaban profundas”.

He aquí un Castillo-Puche anómalo desde el punto de vista temático, pero tan convincente y sólido como acostumbra. Siempre es un placer leerlo.

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