Un
terremoto. Eso supone para mí la lectura de cualquier libro de Miguel Sánchez
Robles, al que conocí hace veinticinco años (o por ahí) y al que re-conozco con
infinito asombro y admiración año tras año, página tras página, poema tras
poema. No he conocido otra voz como la suya, capaz de inquietarme, de
removerme, de descolocarme, de hacerme pensar y sentir. Cada título suyo es un
cáliz de belleza y dolor, que cojo y me quema los dedos, que bebo y me abrasa
la garganta, que rumio y me desconfigura el cerebro. Perdonadme que resulte tan
confuso a la hora de “reseñar” sus obras (líbreme Dios de intentar tal
desatino), pero es que Miguel se ha quedado con todas las palabras, con todas
las emociones, con toda la luz; y a los demás solamente nos queda leer en
silencio sus líneas, y sentir que eso que ha escrito lo hemos pensado nosotros
sin palabras, en esa especie de nebulosa a la que llamamos melancolía, o
tristeza, o desamparo. Pero, claro, él lo dice siempre mejor: usa barro,
lágrimas, sueños, rompimientos de gloria, escaparates, pantallas de televisión,
cielos nubosos, trigo que nace, brújulas… El resultado es estremecedor.
“No
sé cómo empezar”, nos dice desde el primer verso, porque entiende
que “casi todo es naufragio”. Más tarde, deja la mirada perdida y nos
aclara: “No vivo de verdad. / Huyo del tiempo. / Arrastro la nostalgia / de
lo que no pasó”. Luego murmura: “Me dan miedo los ojos de los galgos / y
pensar muy despacio / que la luz de las estrellas ya ha ocurrido”. Y luego
nos estremece con fórmulas tan contundentes como reveladoras: “Me da miedo
vivir embalsamado”. Y llegas a las páginas 65-67 y las lees dos, tres, cuatro
veces. En bucle. Y descubres que este autor es mágico, y lúcido, y especial.
Para mí, al menos.
A este poeta no se lo puede explicar, ni resumir, ni convertir en etiquetas: hay que leerlo. Es único. Es imprescindible. Es un puto genio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario