Es
triste y desalentador pensar en el mundo que nos rodea. Quizá porque, como dijo
Enrique Santos Discépolo, siempre ha sido una porquería. O quizá porque
intuimos que su devenir (desengañados ya de utopías y de fracasos históricos,
que no han hecho sino empeorarlo) no es demasiado halagüeño. Aldous Huxley,
acaso uno de los últimos pensadores que pudo meditar sobre su entorno con una
tibia luz de esperanza aún titilando, nos ofrece sus ideas al respecto en el
ensayo Ciencia, libertad y paz, que leo en la traducción de Adam F. Sosa
y C. A. Jordana.
Su
análisis, sumamente inteligente, se concentra en reflexiones sobre el progreso
científico y sobre la obsesión avasalladora del ser humano por el poder.
Quienes ostentan ese poder (nos dice) anhelan de forma unánime perpetuarse en él;
y activan todos los mecanismos necesarios para lograr esa meta. Entre ellos, el
control de la ciencia y de los medios de comunicación, da igual que hablemos de
un sistema capitalista como de un sistema comunista: al final, termina por
prevalecer el personaje (o el pequeño grupo de personajes) que se aferran al
sillón del poder y ejecutan todas las acciones necesarias para no abandonarlo.
“Nunca han estado tantos a merced de tan pocos”, anota en la página 19. Y luego
añade en la 33: “El gran poder invariablemente ejerce una influencia corruptora
sobre aquellos que lo poseen”. Aunque la conclusión terrible viene después: “El
corolario de esta centralización del poder económico y político es la pérdida
progresiva, por parte de las masas, de sus libertades civiles”. Atrévase a
negarlo quien mire a su alrededor y piense en los teléfonos móviles, que
identifican en todo momento dónde estamos, dónde y qué compramos, cuánto dinero
tenemos, qué decimos y hasta dónde comemos o veraneamos.
Igualmente
valiosas son sus reflexiones sobre el nacionalismo (“Lleva a la ruina moral,
porque niega la universalidad, […] afirma el exclusivismo, estimula la vanidad,
el orgullo y la propia satisfacción, alienta el odio, proclama la necesidad y
la justicia de la guerra”), sobre la irresponsabilidad de los gobernantes (“En
el terreno de la política internacional, las decisiones más graves se toman
siempre, no por adultos razonables, sino por muchachos pendencieros”) y sobre
un mundo que recuerda terriblemente al que vivimos (“Cuando en casa las cosas
andan mal, cuando el descontento popular empieza a articularse peligrosamente,
en un mundo en el que hacer la guerra sigue siendo un hábito casi sagrado,
siempre es posible desviar la atención del pueblo de las cuestiones internas a
las exteriores y militares. Los instrumentos de persuasión manejados por el
gobierno: suelta una corriente de propaganda xenófoba o imperialista, se adopta
una política fuerte hacia alguna potencia extranjera y se lanza una
apelación a la unidad nacional (en otras palabras, a la obediencia
indiscutida a la oligarquía gobernante), e instantáneamente se convierte en un
acto antipatriótico el que alguien ose emitir aun la más justificada
reclamación contra el desgobierno o la opresión”).
Un libro terrible, clarividente, profundo y luminoso, que conviene revisar de vez en cuando para mantener la higiene mental del raciocinio siempre engrasada.
1 comentario:
Gracias
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