Existe
un pacto no escrito entre el lector de novelas policíacas (o, al menos, de
novelas en las que se ha producido una muerte violenta) y el autor: el primero
le pide al segundo que le facilite una intriga, que lo deje avanzar por sus
pasillos oscuros, que lo obligue a valorar las distintas posibilidades de
culpabilidad y que, al fin, tras meandros, medias verdades, revelaciones y
sorpresas, lo conduzca hasta la solución del crimen. Quienes desde pequeños
frecuentábamos las obras de Agatha Christie lo sabemos bien. Pero este pacto se
quiebra estrepitosamente en las páginas de La muerte del Decano, porque
Gonzalo Torrente Ballester, tras plantear con inteligencia el escenario
delictivo y poner a sus personajes en juego nos deja sin solución: no nos dice
qué ha pasado realmente. ¿Don Federico Daoíz ha elegido el camino del suicidio
o, por el contrario, ha sido asesinado? ¿Todas sus sospechas de que alguien
planeaba acabar con su vida estaban fundadas o constituían una cortina de humo
para inculpar a su ayudante, don Enrique, que tal vez lo está superando
intelectualmente? Será inútil que agucemos los sentidos y que leamos la novela
con lentitud y con intención de dilucidarlo: no existen las respuestas.
Jorge
Luis Borges afirmaba que la ambigüedad es una riqueza; y no seré yo quien se
atreva a discutir esa inteligente opinión del maestro argentino. Pero cuando me
sumerjo en una novela de crímenes (llamadme antiguo, si queréis), yo quiero
llegar a la solución. Y Torrente Ballester, en estas páginas, no me la ofrece.
La prosa es magnífica, y algunas pinceladas psicológicas son admirables. Por ahí, desde luego, se salva con holgura. A ver qué me ofrece mi siguiente aproximación a don Gonzalo.
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