viernes, 18 de abril de 2025

La casa de Matriona

 


Ignatich, un profesor de matemáticas que ha pasado un largo tiempo en la cárcel, solicita plaza en 1953 para trabajar en algún pueblecito ruso que esté apartado de las grandes ciudades e incluso de las vías del tren. Y después de algunos enredos burocráticos se le destina a Torfoprodukt, donde busca inútilmente un lugar de hospedaje hasta que alguien le sugiere que acuda a Matriona Vasilievna, una mujer pobre y enferma que posee una isba paupérrima (“Aparte de Matriona y de mí, en la isba vivían un gato, ratones y cucarachas”). La convivencia con ella es muy fácil, porque ambos saben adaptarse a la precariedad y desconocen el afán de lujo, pero todo comenzará a enrarecerse cuando unos parientes codiciosos (la pobreza suele activar los mecanismos más lamentables de la avaricia) planeen alrededor de la anciana para apoderarse de algunas de sus tristes pertenencias. Cuando al fin se produzcan varias muertes por un accidente, algunas personas susurrarán reflexiones (“Dos misterios hay en el mundo: cómo nací no lo recuerdo; cómo moriré, no lo sé”, cap.3) y las demás se aprestarán al reparto de los despojos.

Narrada con una sencilla y demoledora eficacia, La casa de Matriona nos acerca a la realidad miserable y atenazada del mundo soviético, contada desde abajo. No hay apenas referencias políticas, ni tampoco críticas directas hacia el gobierno: Solzhenitsyn se limita a dejarnos ver cómo sus personajes chapotean entre la miseria y, como natural consecuencia, incurren en la mezquindad (salvo Matriona, de la cual nos comenta el narrador que “fue ese ser justo sin el cual, según dice el proverbio, no hay aldea que exista. Ni ciudad. Ni nuestra tierra entera”). Con su ejemplo de vida, la anciana representa, en su isba, una isla de dignidad, nobleza y humanidad que constituye, a la postre, lo más hermoso de la novela.

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