Ignatich,
un profesor de matemáticas que ha pasado un largo tiempo en la cárcel, solicita
plaza en 1953 para trabajar en algún pueblecito ruso que esté apartado de las
grandes ciudades e incluso de las vías del tren. Y después de algunos enredos
burocráticos se le destina a Torfoprodukt, donde busca inútilmente un lugar de
hospedaje hasta que alguien le sugiere que acuda a Matriona Vasilievna, una mujer
pobre y enferma que posee una isba paupérrima (“Aparte de Matriona y de mí, en
la isba vivían un gato, ratones y cucarachas”). La convivencia con ella es muy
fácil, porque ambos saben adaptarse a la precariedad y desconocen el afán de
lujo, pero todo comenzará a enrarecerse cuando unos parientes codiciosos (la
pobreza suele activar los mecanismos más lamentables de la avaricia) planeen alrededor
de la anciana para apoderarse de algunas de sus tristes pertenencias. Cuando al
fin se produzcan varias muertes por un accidente, algunas personas susurrarán
reflexiones (“Dos misterios hay en el mundo: cómo nací no lo recuerdo; cómo
moriré, no lo sé”, cap.3) y las demás se aprestarán al reparto de los despojos.
Narrada con una sencilla y demoledora eficacia, La casa de Matriona nos acerca a la realidad miserable y atenazada del mundo soviético, contada desde abajo. No hay apenas referencias políticas, ni tampoco críticas directas hacia el gobierno: Solzhenitsyn se limita a dejarnos ver cómo sus personajes chapotean entre la miseria y, como natural consecuencia, incurren en la mezquindad (salvo Matriona, de la cual nos comenta el narrador que “fue ese ser justo sin el cual, según dice el proverbio, no hay aldea que exista. Ni ciudad. Ni nuestra tierra entera”). Con su ejemplo de vida, la anciana representa, en su isba, una isla de dignidad, nobleza y humanidad que constituye, a la postre, lo más hermoso de la novela.
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