jueves, 17 de abril de 2025

Divorcio en Buda

 


El juez Kristóf Kömives, de Budapest, siempre ha sido un hombre de mentalidad tradicional, recta y severa.  Está casado con Hertha Weismeyer, bella hija de un general, y tienen un hijo y una hija. Aunque su labor consiste en separar a las parejas que lo solicitan, él “creía en la santidad del matrimonio” (p.60) y juzga que la culpa de los divorcios hay que buscarla en la impaciencia, los nervios o la imperfección moral de los seres humanos. Así que su tarea como juez es tan triste como abrumadora: “Maridos y mujeres pasaban ante Kristóf en una fila india demencial, mentían y juraban que decían la verdad, no se miraban a los ojos ni dirigían el rostro hacia el juez, se inventaban virtudes y vicios, asumían las mayores vilezas, se cubrían de vergüenza porque no querían sino huir, huir de aquella esclavitud, de aquella miseria insoportable. Se presentaban ante el juez como paralizados, y él desataba y separaba conforme a las disposiciones legales, pero también bajaba la cabeza al dictar sentencia porque sabía que sus palabras sólo transmitían disposiciones humanas y era consciente de que todo lo que decía estaba en contra de las leyes divinas” (p.61).

Ahora, cuando comienza la narración, llega a su mesa el expediente en virtud del cual su antiguo amigo Imre Greiner y su esposa Anna Fazekas (de la que Kristóf estuvo, tal vez, enamorado en su juventud) solicitan el divorcio. Ciertos recuerdos y ciertas palpitaciones comienzan a sucederse en la cabeza y el corazón del juez. Y cuando reciba la visita de Imre durante la noche anterior a la vista del proceso, todo comenzará a enredarse mucho más, porque escuchará de labios de su viejo amigo algunas revelaciones que pondrán patas arriba su calma interior.

Como siempre, Sándor Márai consigue una narración sólida, profundamente bien construida en sus aspectos psicológicos (los retratos de los personajes son dignos de ser leídos varias veces y subrayados con lápiz rojo) y que nos obliga a pensar en las motivaciones más oscuras del ser humano, en sus miedos, en sus flaquezas y en sus zonas de luz. Así, la hermana de Kristóf (quien “se comportaba siempre como si acabara de despertarse de un sueño aburrido y no esperara nada especial del día que empezaba”) o el padre Norbert (cuyo dibujo anímico ocupa todo el capítulo 4). ¿Qué lugar ocupan en nuestras vidas los sueños que no se cumplieron o que dejamos de lado? ¿Qué latidos siguen palpitando, sin que seamos del todo conscientes, en nuestro corazón? ¿Qué observaríamos si fuéramos capaces de enfrentarnos, sin camuflajes, con el espejo de nuestro cuarto de baño? En Divorcio en Buda (que leo gracias a la traducción de Judit Xantus Szarvas), estas preguntas quedan formuladas en cada página y se nos invita a reflexionar sobre ellas.

Siempre me asombra el húngaro Sándor Márai, otro de esos narradores a los que tengo que disfrutar más intensamente en los próximos años.

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