Utilicemos
la imagen que toma como punto de partida el autor en este libro: el avión en el
que viaja se ha averiado y comienza un descenso vertiginoso en caída libre.
Todo está perdido. Y solamente queda la posibilidad de escribir unas pocas palabras,
las últimas, donde todo quede dicho y preservado. Ahí se encuentra, nos dice,
el germen de este volumen de relatos. Ahora reflexionemos un poco más allá:
¿acaso no es la vida entera una caída libre vertiginosa, que se detiene
cuando llegamos a la tierra y nos fundimos en su seno?
Miguel
Ángel Hernández, que es autor inteligente, utiliza esa poderosa imagen de
inicio para que comprendamos la universalidad de su propuesta: toda escritura
es un testimonio. Toda página es un agónico testamento, donde se intenta que la
belleza nos salve o nos justifique. En esa línea, aquella primera versión de
este volumen (que apareció en 2008, auspiciada por la Editorial Tres Fronteras,
de Murcia) se engrosa y perfecciona con nuevos textos, que redondean un tomo
más que notable, donde palpitan viajes a ninguna parte, poéticas del fango,
sueños lúcidos, memorias del otro lado y futuros pasados. Es decir, la
coagulación que con auxilio de la letra impresa nos traslada la mirada de un
narrador espléndido, que construye un territorio donde hay trenes, salas de
espera en la UCI, dientes de leche, insomnios, corredores a los que ha dejado
de palpitarles el corazón o camas bajo las que esconderse. Todo un vademécum de
historias que consiguen cautivar nuestra atención y entre las que ustedes
deberán elegir sus favoritas.
¿Las mías? Diría que “El llanto”, “Desorientado” o “Destino”. Pero seguro que si releo el volumen dentro de unos años mis preferencias habrán cambiado. Por ahora, les sugiero que se adentren en el libro y elijan libremente. Luego me cuentan.
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