Hay
que ser un absoluto genio para, cuando inicias el capítulo XVII de tu novela y
has alcanzado las cien páginas, hacer que uno de tus personajes pronuncie esta
frase: “Empezaba el verdadero viaje”. Es entonces cuando, parpadeando, el
lector se da cuenta de que, en efecto, ha ido avanzando hoja tras hoja,
sugestionado por la atmósfera creada por el autor, pero que aún,
verdaderamente, no se ha iniciado el núcleo duro de la historia. Con un par.
Por eso, Julio Verne es Julio Verne, qué diablos. Y por eso Viaje al centro
de la Tierra es la inmortal aventura que, generación tras generación, nos
ha fascinado a miles, a millones de lectores (con la ayuda, también, del mundo
del cine).
Estamos
en la Koningstrasse, donde el profesor de mineralogía Otto Lidenbrock acaba de
llegar a casa con un libro antiquísimo escrito en runas, del que emerge un
papelito que contiene un misterioso criptograma. Auxiliado por su sobrino Axel,
no tardará en descubrir que se trata de las enigmáticas instrucciones que Arne
Saknussemm, un alquimista del siglo XVI, ha consignado para que cualquier otro
viajero pueda repetir la proeza geológica que él dice haber ejecutado: llegar
hasta el centro de la Tierra. A partir de ahí, ya se pueden imaginar:
preparativos, navegaciones complicadas y, por fin, llegados a Islandia, la
contratación de Hans, un expedicionario silencioso que los llevará hasta la
cima del Sneffels, donde la sombra del Scartaris indicará la abertura por la
que deben introducirse para que dé comienzo la aventura. Y a pesar de que “las
palabras de la lengua humana no pueden bastar al que penetra en los abismos del
globo” (así se pregona en el capítulo XXX), lo cierto es que Verne, exhibiendo
una documentación geológica y paleontológica absolutamente deslumbrante, nos
invita a que nos sumemos al viaje, en el que nos asfixiará el calor, nos
agobiará la angostura de algunos pasajes, nos fascinará la presencia de un
inesperado mar (“más acreedor que todos los otros al nombre de Mediterráneo”),
nos aturdirán la oscuridad y los golpes, nos sorprenderán los restos óseos que
encuentran y, en fin, nos obligará a soñar, a fantasear, a ser niños.
Me cautivó en mi adolescencia y ha vuelto a cautivarme en mi madurez. Quizá no sería mala idea retornar a otras novelas de este admirable novelista francés.
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