La
poesía de Luis Alberto de Cuenca siempre ha sido (y en este poemario puede
observarse, sin exageración sea dicho, en cada página) una mixtura caliente de
vida y literatura, de labios de mujer y libros antiguos, de neones nocturnos y
juglares pretéritos, de tebeos y espadas nórdicas, de cine en blanco y negro y
jugadas de Puskas. Y esa mezcla, que para timoratos o eruditos puede antojarse
sacrílega, adquiere su vehículo natural en unos versos excelentes, de rítmico
brío y de plástica resolución, en los que burbujea un mundo peculiar,
envolvente, único, que reúne las mil fibras musculares de su corazón: Irlanda,
los héroes del mundo artúrico, las espesas nieblas del poema de Gilgamesh,
algunas escenas inolvidables de la Biblia (“Susana y los viejos”), los
temblores de Poe, la profundidad inigualada de Shakespeare, las exploraciones
por todo tipo de estrofas (desde el soneto al haiku)… El poeta madrileño lo
abarca todo, y todo lo funde en su crisol, con la avaricia de quien absorbe el
mundo, y los libros, y la vida, y sabe que Tintín es glorioso, y que Di Stéfano
es glorioso, y que Leia Organa es gloriosa (porque le recuerda a Alicia, la
sirenita con la que se casó), y que Coleridge es glorioso, y que Oscar Wilde
fue glorioso, y que es glorioso el Puente de la Espada, y que también lo es el
vestido de noche que se puso Dale Arden cuando Ming el Cruel fue derrocado. Eso es Sin miedo ni esperanza.
En
esta poesía, tejida con hilos cultos y populares, el carpe diem o el ubi
sunt o el tempus fugit pueden ser rastreados en cines, en
alejandrinos o en espejos, porque todo puede ser mirado (e interpretado) desde
las pupilas poéticas. Y en eso Luis Alberto de Cuenca es un maestro.
Este libro, publicado originalmente en 2002, puede ahora ser leído en la hermosa edición anotada que Ricardo Virtanen ha preparado para la legendaria editorial Cátedra, dentro del volumen El triunfo de estar vivo, que reúne la obra poética compuesta por el madrileño entre 1996 y 2012.
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