Temo
resultar paradójico, pero espero que no cruel o insensible, si comienzo esta
nota diciendo que no he entendido la obra de la argentina Flavia Calise.
Y me apresuro a declarar que, por el contrario, me ha gustado mucho. Pese a las
apariencias, creo que ambos extremos resultan compatibles, y quieren expresar
que he ido paseándome por la obra (a veces, nadando; a veces, buceando; a
veces, caminando) y que, en cada página, me han ido asaltando imágenes,
fogonazos, impresiones, que he sentido la necesidad de subrayar. Pero cuando he
intentado someter esos flashes a una manifestación verbal racional he
fracasado. Quería decir por qué consideraba estupendo el libro y no he
conseguido que la sintaxis militar del idioma cumpla mis órdenes, ni que los
vocablos se avengan a acudir de un modo disciplinado para formular mi
conclusión.
Miro
uno de los versos subrayados (“La vida no tenía raíz bajo la flor de la
melancolía”); miro otro (“El amor es un pedazo de algo”); miro otro más (“Yo me
voy a morir, pero antes voy a soñar”). Y todos me dejan acariciar su luz,
aunque no me dejen convertirla en razones explicables. ¿Radicará ahí el
misterio de lo insondable, de lo inefable, de lo lírico? No lo sé. Es posible.
En todo caso, quizá lo más sensato sea decirles que busquen la obra y realicen la prueba de leerla. Seguro que ella les dice su mensaje, aunque tampoco (no lo sé, ya me contarán) sean capaces de resumirlo. Y es que Liliputienses no publica más que hermosuras. Lo tengo clarísimo (y eso sí lo puedo verbalizar) desde hace años.
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