jueves, 20 de febrero de 2025

Don Juan


 

Pocas explicaciones argumentales y pocos detalles anímicos será necesario aducir para recordar la figura de don Juan, el eterno e implacable seductor, el miserable coleccionista de mujeres, a quienes embauca con su verbo y con su talle, sin que ellas le importen más allá de su condición de número. Don Juan no ama: derrota. Y el salón de su alma es una galería de piezas cobradas, que adornan las paredes mientras él, sentado en su sillón junto a la chimenea, las contempla.

En esta versión de Molière, don Juan acaba de abandonar a doña Elvira, después de haberla seducido. Su sirviente está asqueado de la calaña de su señor (“Don Juan, mi amo, es el mayor criminal que jamás pisó la tierra: una furia, un cínico, un turco, un hereje, que no cree en cielo, infierno, ni hombres lobos; que vive como una bestia fiera, un cerdo de Epicuro, un verdadero Sardanápalo; que se hace el sordo ante cualquier amonestación cristiana y tiene por sandeces las cosas que creemos los demás”). Y cuando le recrimina su ligereza moral, el galán no se amilana (“Todo el placer del amor está en la variación”), llegando a pronunciar un discurso tan hiperbólico como anonadante (“Poseo la ambición de los conquistadores, que corren perpetuamente de victoria en victoria, incapaces de poner límites a sus deseos. Nada puede detener el ímpetu de los míos; tengo un corazón capaz de amar a la tierra entera, y quisiera, como Alejandro, que existiesen más mundos, para llevar hasta ellos mis amorosas conquistas”).

Nada detiene ni hace recapacitar a don Juan: ni las súplicas de doña Elvira (quien ha sido raptada de un convento), ni las amenazas de sus hermanos, ni los ruegos de su propio padre (desesperado de ver la vileza de su hijo), ni siquiera el hecho de que la estatua del Comendador (a quien dio muerte y ahora invita a cenar, con desparpajo sacrílego) se mueva en su presencia y lo alerte de la inminente venganza del Cielo. “La hipocresía es una moda. Y un vicio que está de moda viene a ser como una virtud”, pregona don Juan en el acto V, para horror de su sirviente.

Una pieza teatral que, salvo por un final quizá excesivamente rápido y abrupto, aún se lee con admiración y aplauso.

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