Adoro
a Molière. Da igual las veces que lea o relea sus obras. Siempre encuentro
motivos para alegrarme por la decisión de dedicarle una mañana, una tarde, una
pausa entre exámenes, un rato antes de dormir. En concreto, Tartufo debe
de ser uno de los libros que más he abierto, al azar, por una página
cualquiera, para saborear un ratito de sus diálogos (no de su argumento, que me
sé de memoria y que he explicado veinte veces en mis clases de Literatura
Universal). Siempre me deleito con sus palabras. Siempre me irrito con la
ceguera de Orgón, incapaz de advertir la farsa hipócrita que Tartufo despliega
frente a él, y que no consigue sin embargo engañar a los demás personajes de la
obra, salvo a la madre del burgués. Siempre me provoca asombro la habilidad
endiablada con la que Molière mueve a sus criaturas y nos desazona.
Tartufo es una
auténtica obra maestra. No porque lo digan los manuales o lo pregone la
historia de la literatura, sino porque cada lector que se adentra por los
senderos de sus páginas experimenta el mismo deslumbramiento y el mismo gozo
que sintió el primero de sus espectadores. Ver la forma en que Tartufo
planifica su estrategia (acercándose al simple Orgón en el templo religioso) y
cómo la va haciendo sólida a base de santurronerías impostadas es una tortura
y, al mismo tiempo, un placer literario.
Quien quiera el resumen de la obra, lo tiene en la Wikipedia. Quien quiera notar el sabor, el olor, el sonido de las palabras de Molière tendrá que acudir al libro. Y notará la embriaguez del genio.
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